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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

LA JUVENTUD: ENIGMA Y DRAMA DE LA PATERNIDAD (1967)

La historia de la relación entre el padre y el hijo (hablo en sentido estrictamente humano, aunque la unión de ambos términos evoque tantas resonancias teológicas) ha sido, por lo menos, curiosa. Durante siglos, en las etapas más primitivas y mientras el misterio de la procreación no había sido develado aún por la ciencia, entre el padre y el hijo no existía ningún lazo biológico en el nivel del conocimiento. La filiación se establecía por la línea materna y ni siquiera se suponía por la otra. Lo que produjo un primer resultado inmediato: la covada, una costumbre que se practicaba todavía ayer entre los caribes de Cayena, algunos pueblos de Chaco, los guaraníes del Brasil y los marañás de Colombia. Para no mencionar a los antiguos corsos ni los celtíberos ni los cántabros y no señalar algunas aldeas vascas y otras de la Selva Negra alemana. Esa costumbre consiste en que la mujer, inmediatamente después de dar a luz, es desalojada del sitio de los hechos por el marido que se instala a recibir todos los cuidados que se le deben a una parturienta, muestra a los visitantes al recién nacido y acepta las congratulaciones que merece su fecundidad.

Esta envidia, tan insatisfactoriamente aplacada, fue quizá uno de los motores que con mayor fuerza empujaron a la inteligencia masculina hacia la investigación de los orígenes de la vida hasta que el hombre pudo proclamarse no sólo copartícipe en el acto de engendrar sino algo más: principio formador sin el que la materia permanece inerte, inanimada, pasiva.

Así fue como el hijo pasó del rezago materno a la patria potestad, definida y defendida por la ley. Una construcción intelectual que tranquiliza el orgullo del varón, su afán de poseer y dominar pero que no alcanza los estratos más profundos del instintito. Así lo expresa James Joyce en uno de los párrafos del Ulises donde afirma: “La paternidad, en el sentido del engendramiento consciente, es desconocida para el hombre. Amor matris, genitivo, subjetivo y objetivo puede ser lo único cierto en esta vida. La paternidad puede ser una ficción legal. ¿Quién es el padre de hijo alguno que hijo alguno deba amarlo o él a hijo alguno?"

Precisamente por si las dudas es que la patria potestad se ejerció, durante milenios, con un absolutismo y un rigor que no se detenía ni ante la muerte de la criatura. Porque esa existencia, cuyo donador estaba en cuestión en la última de las instancias (la biológica), era propiedad del jefe de la familia que disponía de ella a su arbitrio. Determinando el cauce por el que había de transcurrir; poniéndole el sello que la había de marcar; expulsándola de la casa —y aun de la sociedad y de la nación— cuando no se plegaba a las exigencias paternas.

Los “padres terribles” fueron largamente obedecido y reverenciados. Examinemos un testimonio que nos conmueve en la medida en que quien lo suscribe es uno de los espíritus más representativos de nuestra época: Frank Kafka.


Una vez —escribe en una carta a su padre—, me preguntaste por qué decía yo que tenía. Como de costumbre no supe qué responderle, en parte por el temor que me infundes y en parte porque los detalles que contribuyen al fundamento de ese temor son demasiados para que pueda mantenerlos reunidos, ni siquiera a medias, durante la conversación. Y aun este intento de contestarte por escrito quedará incompleto porque también al escribir, el temor y sus efectos me inhiben ante ti y la magnitud del tema sobrepasa mi memoria y entendimiento.

A lo largo del texto el autor desarrollará un proceso de aniquilación al que no escaparía la voluntad. Pero este vacío (porque la Naturaleza tiene horror de él) va a llenarse de contenidos negativos. El resentimiento sería el más leve. El odio, el deseo de matar el más frecuente. Este mecanismo lo descubre y lo exhibe Freud y a partir de la divulgación de sus doctrinas viene un cambio radical en la estructura de la familia.

Ninguno de los que cuentan como padres tiene ya la ceguera suficiente para repetir la conducta de sus antepasados. El principio de autoridad ya no lo ejercen sino los amnésicos, los que no recuerdan las humillaciones padecidas, los que no se preocupan de las represalias preparadas; los otros, que son la mayoría, aconsejados por los pedagogos y advertidos por los psiquiatras colocan la tarea de la paternidad bajo otro signo: el de la benevolencia, el de la tentativa de comprensión, de diálogo, de compañerismo.

Pero el idilio, a pesar de tantas precauciones, no se produjo. Los razonamientos no tuvieron eco en mentalidades que aún no alcanzaban la edad de la razón. Las concesiones se interpretaron no como magnanimidad sino como falta de carácter. Y, a la postre, sucedió lo que ya comentaba Oscar Wilde: que los hijos primero amaron a sus padres, luego los juzgaron y no los perdonaron casi nunca.

Los jóvenes de hoy no se quejan de haber recibido malos tratos que los inhibieran, que los anularan. Se quejan de no haber tenido frente a sí una figura fuerte que les sirviera de freno, de ejemplo, de ese antagonista de cada uno precisa para definirse y para afirmarse. Esto justifica, por lo menos ante sus propios ojos, el fracaso de su vida, el desorden de su conducta, la irracionalidad y la agresividad de sus actos.

Por su parte de hoy no se quejan de haber recibido malos tratos que los inhibieran, que los anularan. Se quejan de no haber tenido frente a sí una figura fuerte que les sirviera de freno, de ejemplo, de ese antagonista que cada uno precisa para definirse y para afirmarse. Esto justifica, por lo menos ante sus propios ojos, el fracaso de su vida, el desorden de su conducta, la irracionalidad y la agresividad de sus actos.

Por su parte los padres aceptan el reproche con más sentimiento de culpa que de frustración. ¿Hasta qué punto su política de dejar hacer, dejar pasar ha sido producto del egoísmo, de la pereza, de la falta de tiempo para consagrarlo a la instrucción del hijo, de la atención volcada totalmente a los intereses propios, de la respuesta dada sólo a las necesidades urgentes? ¿Hasta dónde es posible el diálogo entre un interlocutor que pregunta y pregunta y otro ignora las respuestas o que las evade? Porque nadie se arriesga a imponer un dogma que no es capaz ni de explicar ni de practicar. Nadie se atreve a proponer como meta una tabla de valor a los que la sociedad ultraja con los hechos y a los que no rinde homenaje más que la hipocresía.

Así la juventud crece con la nostalgia del látigo y llega a desplantes que tratan de excitar a los mayores para que los enarbolen de nuevo y lo descarguen sobre una espalda, otra vez, sumisa. Y cuando la suma de individualidades se convierte en una colectividad, esta colectividad clama por un tirano a quien soportar y a quien servir.

No estoy proponiendo —¡Dios me libre!— una vuelta al patriarcado. Sólo estoy preguntándome si superaremos alguna vez la etapa que estamos atravesando. Si alcanzaremos la prudencia unos y la madurez otros. Si seremos capaces de aprender a ser libres y responsables. Si nos acostumbraremos a vivir fuera del ámbito de la violencia y de la indiferencia, de la impunidad y de la coacción. Porque estas alternativas no son únicas. No pueden, no deben, no han de ser únicas.


Excélsior, 30 de septiembre de 1967, pp. 6A, 9A.

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