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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

LOS INTOCABLES: LA BUROCRACIA NUNCA SE EQUIVOCA (1969)

Por Rosario Castellanos

Acaba de ocurrir en México un incidente que pone de manifiesto, otra vez, que disentir (aunque sea de la manera más leve y comedida) está muy lejos de ser un derecho que los ciudadanos puedan ejercer, siempre, claro está, dentro de los límites de la cortesía y el respeto a la voluntad mayoritaria —suponiendo que ésta encarne en las instituciones gubernamentales y que su salvaguarda se haya confiado al celo de los funcionarios—.

No, el disentimiento no es un derecho: es un riesgo que usted corre, un vicio que usted exhibe, una falla de su inteligencia, una torcedura de sus intenciones, un defecto de su elocución. Y, como tal, el vicio debe ser castigado, la falla ha de señalarse, la torcedura se enderezará, el defecto tiene que corregirse. De ello se encargarán, precisamente, las personas responsables de cuidar la perfección del sector de la realidad sobre el que usted ha sostenido que deja algo que desear.

Vemos si no es así: en Oaxtepec se ha reunido un grupo de historiadores mexicanos y norteamericanos. El intercambio de sus puntos de vista, la lectura de sus trabajos eran recogidos cotidianamente por los periódicos y dados a conocer al público que se enteraba de la vigencia o caducidad de los métodos de investigación y de otros aspectos que sólo los especialistas encuentran accesibles.

Pero pronto alguien —la doctora Josefina Vázquez de Knauth—habló de la enseñanza de la historia en los niveles primarios y criticó el principio de selección de los redactores del libro de texto obligatorio y gratuito que consideraban más importante dar a conocer los gabinetes de nuestros regímenes presidenciales que otros temas de mayor trascendencia.

A esta observación se añadieron otras: hablaron personalidades de la talla del doctor Edmundo O’Gorman y de don Daniel Cosío Villegas quienes, sin negar la utilidad de los libros de texto, menos clamar por su desaparición, mostraron algunos aspectos en los que podría ser mejorado. El ideal, de proporcionar a los escolares “documentos atractivos, con sustancia y con estilo que haga de su lectura un placer”, todavía no ha sido alcanzado.

Al día siguiente don Martín Luis Guzmán, presidente de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos, concedió una entrevista a los reporteros de prensa ante los cuales declaró que los historiadores reunidos en Oaxtepec habían aprovechado la ocasión para hacer política y descalificó a los que prefiere llamar “turistas de la historia” porque “no sienten a México tal como nuestro país es”. Además tachó de injusto hablar mal “de los modestos autores que han tenido el suficiente entusiasmo y valor para acometer la difícil empresa que tomaron entre manos”.

Estas frases expresan y resumen muy bien una posición. En primer lugar se denuncia a quienes hacen política como si estuvieran dedicándose a una actividad ilícita. Es posible, según este criterio, que hacer política esté permitido siempre que se cumplan ciertos requisitos como afiliarse a un partido (¿un partido o El Partido?), creer en ciertos dogmas y obedecer ciertas consignas. Dentro de este marco no puede exhalarse más que incienso, único olor agradable a las delicadas pituitarias de los depositarios de nuestra verdad, de los ejecutores de nuestros propósitos, de los que disciernen —mejor que nosotros mismos— lo que nos conviene y lo que nos perjudica. Fuera de este marco cualquier acción es sospechosa de herejía, cualquier opinión es digna de anatema.

Los historiadores, que apenas unos momentos antes gozaban de prestigio y eran autoridades reconocidas en su campo, se metamorfosearon, repentinamente, en meros “turistas”, aficionados frívolos al estudio de una disciplina ardua por la cual transitan sin profundizar porque “no siente a México tal como nuestro país es”.

¿Cómo es México? ¿Existe ya una definición unívoca, una fórmula simple y omnicomprensiva de nuestra realidad? Si es así que se difunda por los medios masivos de comunicación, que se imparta en las aulas, que se perpetúe en los textos, sean gratuitos o no. Seremos mucho mejores ciudadanos, mucho más dóciles, mucho más manejables si somos conscientes de lo que significa ser mexicano y formar parte de esa totalidad que es México.

Pero a juzgar por las palabras de don Martín Luis Guzmán a México no se le comprende porque no se trata de una idea sino que se le siente porque su realidad pertenece a otro orden distinto del orden inteligible.

Aunque sentir es un asunto más subjetivo. Cada quien siente como puede y tanto como puede. Lo difícil es que los sentimientos coincidan. ¿Quién le asegura a don Martin Luis Guzmán que los “historiadores turistas” no sienten a México? A lo mejor lo hacen mucho más y mucho más acertadamente que los otros… sólo que a su modo. No es correcto exigirles objetividad por la vía sentimental.

Por último, defiende a “los modestos autores que han tenido suficiente entusiasmo y valor para acometer la difícil empresa que tomaron entre manos”. Ni la modestia, ni el entusiasmo, ni el valor son justificaciones para acometer una difícil empresa ni garantía para llevarla a buen término. Si esto es lo único que puede alegarse en favor de los autores no es suficiente. No se trata de juzgarlos desde el punto de vista ético donde las intenciones (de las que suele pavimentarse el camino del infierno) cuentan. La difícil empresa en que se comprometieron es de otra índole y exige el dominio de una técnica, la posesión de conocimientos, el acierto en el uso de la lengua. Si la probidad es aquí una virtud no olvidemos que es una virtud intelectual.

La exaltación de la modestia de los autores revela, en el fondo, un profundo desprecio a los destinatarios del libro de texto. ¿Merecen algo más que la obra de un autor modesto? ¿No son, ellos mismos, modestos también? ¿No se mantendrán, por los siglos de los siglos, dentro de esa condición? ¿Entonces a qué viene tanta alharaca? Ya es bien sabido que a caballo regalado…

Y no, si nos ponemos a considerarlo de un modo estricto, no es así. En primer lugar el caballo no es regalado: lo pagamos todos con nuestros impuestos ahora; lo pagarán más tarde, con un trabajo que rinda, los niños que hoy se educan en él. Y esos niños exigen que si sus libros son, como graciosamente se ha aceptado, perfectibles, se perfeccionen. Y que se les entregue lo mejor que haya podido lograrse después de haber sometido lo que existe a un examen desapasionado y a una crítica justa.


Excélsior, 8 de noviembre de 1969, pp. 6A,9A.


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