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LOS PADRES: UNA MAYORÍA DISCRIMINADA (1970)

  • Foto del escritor: Rosario Castellanos Figueroa
    Rosario Castellanos Figueroa
  • hace 15 horas
  • 5 Min. de lectura

Supongo que usted, como buen lector de periódicos, no prescindirá la página roja, esa sección de sociales de los pobres, como la ha llamado alguien. Así que estará enterado de que hace muy poco tiempo desaparecieron de sus respectivas casas y simultáneamente cuatro jovencitas que asistían a una academia comercial y dos de sus compañeros de estudios.

 

Los padres, después de agotada la paciencia a la que tuvieron que recurrir para esperarlas, agotaron las investigaciones en hospitales, puestos de socorro y otros sitios semejantes y dieron a conocer el caso a la policía.

 

La primera hipótesis que se les ocurrió a todos era la más obvia: las jóvenes habían sido víctimas de una bien organizada banda de tratantes de blancas. ¿No pululan, acaso, en torno a las escuelas, lo mismo que los vagos y mal vivientes y los traficantes de drogas y los vendedores de pornografía, todos en busca de presa para sus inmorales negocios?

 

Bueno, sí, era tan posible como es frecuente. Pero ¿cómo explicarse entonces la desaparición de los dos muchachos condiscípulos suyos? Para encajarlos en el cuadro tenía que hacerse otro cuadro: el del rapto, el de la fuga de los enamorados. Pero, salvo que practicaran la poligamia, la desproporción del número de elementos femeninos y masculinos hacía inverosímil esta suposición.

 

Independientemente de la provisionalidad de sus fundamentos teóricos la policía comenzó sus trabajos de búsqueda y unos cuantos días después se vieron coronados por el éxito, como suele decirse. El sexteto de adolescentes fue localizado en una ciudad de provincia, sanos y salvos, sin haber sido víctimas de ninguna de las asechanzas que podía haberles deparado el mundo de los adultos, un poco asustados por la audacia de su aventura y a la cuarta pregunta en lo que concierne al dinero.

 

Cuando quiso averiguarse qué era lo que los había movido a una actuación tan absurda las muchachas respondieron a coro que sus padres no las comprendían y que por ello habían decidido vivir su vida lejos de una tutela despótica, arbitraria para mantener la vigilancia sobre las prohibiciones y desatenta, indiferente para escuchar sus problemas o para satisfacer sus demandas. En cuanto a los muchachos no habían actuado más que impulsados por el ánimo quijotesco de protegerlas después de haber intentado todo lo posible para disuadirlas.

 

El encuentro entre la antigua y nueva generación (cuya brecha se había convertido transitoriamente en abismo) fue conmovedor: abrazos, lágrimas, perdones, propósitos de enmienda, de ambas partes. Bien.

 

Lo más probable es que el hecho no vuelva a repetirse con los mismos protagonistas. ¿Pero cuántos jóvenes no estarán preparando sus maletas para escapar de sus hogares y dar a sus padres una lección objetiva de cómo no debían de haberlos educado?

 

Y cuando eso ocurra la opinión general se apresurará a compadecer a los que se fueron a rodar tierras, como se dice, y a condenar a quienes por su egoísmo, su frivolidad y su mal ejemplo han sembrado en el corazón de sus hijos la semilla de la inconformidad, el germen de la rebeldía y de la inadaptación.

 

Los padres, claro, se sentirán culpables. Debían de haber hecho un uso prudente de su autoridad para no provocar un distanciamiento y un rompimiento, nacidos del temor, con sus hijos: debían de haber sabido ganarse su amistad, prestando oídos atentos, benévolos y comprensivos a sus confidencias; respondido a sus perplejidades, descifrando sus enigmas, resuelto sus problemas.

 

Debían, de acuerdo, pero ¿podían? Porque da la casualidad de que en nuestro medio la profesión paternal no tiene ni el adiestramiento previo que se requiere para el ejercicio de cualquier otra profesión, ni la prueba vocacional a la que se somete a cualquiera que manifiesta sus deseos de hacer una carrera determinada, ni dedica a su tarea el tiempo completo que le reclama.

 

Y aunque se esté de acuerdo en que se trata de una tarea de equipo, a la hora de la hora resulta que la desempeña una sola persona. Si después de considerar todo esto los resultados fueran buenos habría que empezar a preguntarse si es la lógica o el milagro que rige en el universo.

 

La gente se casa por una enorme variedad de motivos que, para no tomarse la molestia de examinar y formular, conviene en darle el nombre romántico de amor. Y tiene hijos por una enorme variedad de cualidades a las que para racionalizarlas les dan la designación de obediencia a un mandamiento religioso o a la mera expansión de ese impulso vital que lleva a los seres a multiplicarse porque tal es la ley de la naturaleza.

 

Y una vez que está el niño allí se descubre que ocupe un lugar en el espacio y que lo llena, entre otras cosas, de ruidos y que en cuanto está en aptitud de desplazarse y de hacer uso más o menos coordinado de sus miembros, destruye todo lo que tiene a su alcance.

 

Y despliega lo más granado de su repertorio precisamente cuando sus orgullosos progenitores están cansados del trabajo, aburridos de la rutina, agobiados por las preocupaciones y urgidos de unos momentos de soledad, de silencio, de una completa posesión de ellos mismos. Entre lo que se quiere y lo que se debe oscila la voluntad y si, por último, se asume el arduo camino del cumplimiento de las obligaciones se hace con irritación, con desgano, con el mayor ahorro posible de esfuerzos. Y mientras se cuida que el niño no provoque el derrumbe de la casa se sueña en lo bonito que sería irse a tomar un café, meterse a un cine, tenderse al sol en Acapulco sin que nadie lo interrumpa ni lo moleste.

 

No hablemos de las noches de insomnio y de desvelo al pie de la cuna a la cual suceden jornadas normales de trabajo ni del estado de sonambulismo en que se acaba por entrar en el que ya no se sabe, bien a bien, si se es de este mundo o de cualquier otro. Pasemos por alto la larga época de los porqués en la cual se convierte en asunto de interrogatorio desde el viaje a la Luna hasta el vuelo de una mosca. Y como se está muy lejos de ser la reencarnación de Pico de Mirándola o de la Enciclopedia Británica se opta por contestar por cualquier cosa que sirve únicamente como punto de partida a nuevas preguntas, proceso al que se le pone fin con un tapaboca en el sentido real o figurado.

 

¿Y la edad del plomo? ¿Y el momento en que el adolescente quiere afirmarse negando a sus mayores? Son procesos tan delicados que requerirían las condiciones óptimas para cumplirse y que se cumplen en casas en las que la familia no cabe y donde hay que hacer turno para entrar al baño y se hereda la ropa del hermano más alto y donde a nadie le alcanza el tiempo para trabajar y mucho menos para divertirse y donde concederse una pausa para la atención mutua es impensable.

 

No, los padres no comprenden a sus hijos. ¿Y quién comprende a los padres?

 

Excélsior, 14 de febrero de 1970, pp. 6A, 9A.

 
 
 

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