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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

LÁZARO CÁRDENAS: EL HOMBRE DEL DESTINO (1970)

Usted no está para saberlo pero yo sí para contarlo. Para contarlos, mejor dicho. Cuarenta y cinco años exactamente, que son los que tengo hoy. No quise hacer perdedizo ninguno, ni disimular una fecha como se disimula una cana o una arruga. No, cada día ha valido lo que ha costado y muchas veces más.

Y porque a menudo he resistido la frívola tentación de una falsa juventud porque con frecuencia he tenido que esforzarme para seguir adelante y cumplir, cuando menos, con mi edad es por lo que ahora lo asumo íntegra en público. Y si me preguntara cuál ha sido el hecho más importante, el acontecimiento decisivo de mi vida, yo no podría contestar que un libro leído o escrito; que el amor realizado; que la vocación descubierta; que la maternidad floreciente; que los horizontes del viaje; que el conocimiento de algunos hombres y mujeres ejemplares.

Sí, es cierto que todo eso se me ha dado y que no disminuyo un ápice su importancia y su gravedad. Pero se me ha dado por añadidura. Fueron posibilidades ofrecidas, ventanas abiertas por un gobernante, por su idea de la justicia y por su constancia en el deseo de que se aplicara la ley. Me refiero a Lázaro Cárdenas.

Fue éste el primer nombre que escuché pronunciar a mis mayores con espanto, con ira, con impotencia. Porque su política no sólo estaba lesionando sus intereses económicos –cuando dispuso el reparto agrario en la República y no hizo de Chiapas una excepción− sino que estaba despojándolos de todas las certidumbres en las que se habían apoyado durante siglos.

El mundo que habitaron, no sólo como si fuera lícito sino también como si fuera eterno, de pronto se derrumbó. Los dogmas que habían resistido los más férreos argumentos se tornaron repentinamente en prejuicios y en sofismas que el más lego acertaba a rebatir. Las normas de conducta que se afirmaron como algo más que válidas, como únicas, fueron objeto de censura y aun de irrisión.

Los latifundistas emigraron empujados no tanto por la pobreza (que una prudente administración los puso para siempre a salvo de los caprichos de la fortuna) cuanto por el aniquilamiento del símbolo que ellos habían encarnado. Allá, en sus tierras, en sus propiedades, en sus dominios, eran señores de abolengo y sus antepasados habían hecho la historia y sus descendientes conservarían los privilegios.

Los siervos los obedecían, los iguales los respetaban, los poderosos recurrían a su alianza y a su consejo. Pero aquí, en la ciudad, carecían de relevancia, se perdían en la multitud, no se distinguían de los otros. Y cuando alguien los observaba era para sonreír ante las vestimentas estrafalarias, los desusados modismos del lenguaje, las timideces, las torpezas del payo.

El anonimato era, a la vez, el más amargo cáliz y el más seguro refugio. Si la soberbia estaba herida incurablemente, que la vanidad, al menos, permaneciera incólume.

Abandonada ya toda la esperanza los mayores se volvían a mirarnos a nosotros, los hijos. ¿Qué iba a ser de nuestro porvenir que antes se proyectaba como la precisa sucesión de los pasos de un ritual y que ahora estaba expuesto al asalto de lo imprevisto, al golpe de lo azaroso, al choque contra lo adverso?

¿Qué iba a ser de mi? Antes de Cárdenas no hubiese habido ninguna duda. En la infancia yo habría asistido a la casa de la “amiga” para que me enseñaran los rudimentos del alfabeto y las cuatro operaciones aritméticas y para que cuando observara los primeros signos de la pubertad se apresurase y ordenarme el dibujo a colores de un mapamundi en un pliego de papel cartoncillo y me diera el título de señorita.

Una señorita iba a los paseos acompañada de sus amigas y vigilada por una persona de respeto. Recibía miradas incendiarias de pretendientes tímidos, rechazaba la cajetilla de chicles que se empeñaba en regalarle el más audaz y escondía en el corpiño la carta (copiada al pie de la letra de El secretario de los enamorados con una que otra espontánea falta de ortografía) del preferido.

Una señorita iba a los bailes después de ofrecer una novena al muy milagroso San Caralampio para que le hiciera el favor de que no la dejaran sentada mientras la marimba tocaba sus lánguidas piezas, porque eso hubiera sido un signo ominoso de predisposición a la soltería.

Una señorita se casaba al gusto de sus padres, con un pariente más o menos cercano, dueño de un rancho cuyas colindancias con el rancho del que ella iba a ser dueña, constituían un motivo más de regocijo sobre el acierto de la selección de la pareja.

Una recién casada amanecía, al día siguiente, calzada con zapatos de tacón bajo, vestida con una bata informe, sin huella de pintura en la cara y envuelta en un fichú negro para hacer patente a los ojos de cualquiera su nuevo estado civil. Se había convertido, ahora sí que de la noche a la mañana, en una señora respetable después de haber sido una mujer apetecible.

Una señora respetable tenía un hijo cada año y confiaba su crianza a nanas indias, así como confiaba los quehaceres domésticos a un enjambre de criadas que se afanaban en la cocina, en los patios, en las recámaras y salones.

La señora, cuyo perpetuo embarazo le impedía hacer ejercicio y cuya progresiva gordura iba reduciéndola a la inmovilidad completa, dictaba las órdenes, decretaba los castigos, elaboraba las reprimendas desde una hamaca (cuando el tiempo era favorable) o desde su cama (cuando precisaba de mayor abrigo).

La señora, que no podía acompañar a su marido en las faenas campestres, se resignaba a ser sustituida allí por alguna mujer cuya categoría era tan infinita que la hacía prácticamente inexistente. Matriarca, la señora recibía a los hijos habidos en esas uniones ilícitas, más o menos duraderas, y se encargaba de darles un oficio, una situación –subordinada, desde luego, pero segura− dentro de la sociedad que ella regía.

La señora, a su tiempo, se preocupaba por la carrera de los varones, por el matrimonio de las hembras, por el reparto equitativo de la herencia. Era oportunamente abuela y la viudez le permitía consagrarse por entero a la Iglesia y morir en olor de santidad.

Éste era el paraíso que yo perdí “por culpa de Cárdenas”. Éstos los bienes que ya no alcancé a disfrutar. Quizá yo iba a verme obligada, ¡abominación de abominaciones!, a trabajar y por más que nos pesara a todos más valía irse preparando: estudiar una carrera útil, pero que no deteriorara excesivamente mi feminidad.

¿Secretaria? ¿Química? En fin, algo que me permitiera ganarme la vida sin darme fama de marisabidilla porque eso ni el más abnegado de mis primos, ni el más esnob de los arribistas –a los Cárdenas les dio alas− me lo iba a perdonar.

En efecto, no me lo perdonaron. Y a la hora de hacer un balance entre las dos formas de vida (la que Cárdenas hizo imposible y la que Cárdenas hizo posible) yo no sabría decir cuál hubiera sido la más feliz, la más tranquila, la más exenta de sobresaltos. Pero sí sé que la que tuve fue la más responsable, la más plena y la más humana. Y sé también a quién tengo que agradecérselo.

Excélsior, 30 de mayo de 1970, pp. 6A, 8A.



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