MEZCLA DE MAQUIAVELO Y MARQUÉS DE SADE: LITERATURA PARA NIÑOS (1965)
- Rosario Castellanos Figueroa
- 1 feb
- 4 Min. de lectura
Las oficinas encargadas de la promoción teatral en el Instituto de Bellas Artes dedican un cuidado preferente a una forma de representación escénica cuyo auditorio se supone integrado, en su mayoría, por niños: el guiñol. Y las experiencias logradas hasta ahora muestran tanto las posibilidades de tener acceso a un público numeroso y heterogéneo y ejercer sobre él una influencia benéfica como las limitaciones con las que tropieza cualquier propósito cultural.
Está, desde luego, y —como siempre— en la base de estas actividades, el problema económico. Pero, a fuerza de que se nos aparezca hasta en la sopa, hemos aprendido trucos más que para resolverlo para esquivarlo con graciosas huidas en las que la imaginación reemplaza la escasez de los elementos. El otro cuerno del toro es aquí del material escrito con el que se cuenta para las funciones.
La tercera pregunta que Sartre se hace en su ensayo sobre qué es la literatura es ¿para quién escribir? Cuando la respuesta, como en el caso de que nos venimos ocupando es, para los niños, lo menos que hemos de tener ya resuelto y claro es lo que entendemos por niño.
Quienes por razones de su oficio (los maestros) o de su condición (los padres) mantienen una relación constante con estas criaturas dotadas de una vitalidad verdaderamente aplastante, recurren a un mecanismo de defensa que los coloca, la mayor parte del tiempo, fuera de su alcance y que consiste en no verlos tales como son sino en sustituir la realidad presente por un concepto abstracto que resulta fácil de manejar y de comprender.
El concepto que ha ganado mayor número de adeptos es el que supone que un niño es una especie de enano cuya única diferencia con el adulto es la de la estatura. Pero ambos actúan de acuerdo con los mismos principios, se explican según idénticas motivaciones y padecen necesidades semejantes a las que deben corresponder satisfactores semejantes.
Cuando esta idea se pone en crisis porque el niño la contradice abiertamente con su conducta o con sus palabras, ¿qué sucede? De ninguna manera que el adulto rectifique sino que reprima los brotes de espontaneidad reduciéndolos al silencio, a la desaparición o transformándolos en síntomas que más tarde un psicoanalista se encargará de estudiar y, si no es demasiado tarde, de curar.
A un niño puede vestírsele y alimentársele como adulto pero las dificultades comienzan cuando se trata de establecer un diálogo con ellos. Usamos las mismas palabras que nos sirven para la vida cotidiana a la cual ellos no tienen sino un acceso muy precario. Cuando nos damos cuenta de que lo que decimos es un enigma que únicamente proyecta un halo de misterio o una adivinanza que no proporciona los suficientes datos como para que se encuentre la solución y cuando nos desconcertamos ante la incoherencia de las contestaciones, nos vemos obligados a cambiar ¿de qué?, ¿de vocabulario? No, no disponemos de otro que nos sirva de repuesto. A cambiar de tono, a imitar los defectos de pronunciación de nuestros pequeños interlocutores, a auxiliarnos con gestos y ademanes en los que desahogamos nuestra impotencia para expresarnos.
Pero el asunto se complica mucho más cuando tratamos de darles a los niños algo más que una conversación de circunstancias, es decir, de contarles un cuento.
Basta examinar, aunque sea con una rápida ojeada, lo que se acepta como repertorio de literatura infantil, para darnos cuenta de los obstáculos con los cuales se enfrentaron sus autores y no acertaron a superar. ¿Por qué? No siempre habría de ser por falta de talento. Más bien hay que atribuirlo a haber partido de un punto falso o inoperante, así como haberse propuesto fines diversos y contradictorios.
Se les concede a los niños que la lógica no es su fuerte y entonces la narración está presidida por la arbitrariedad. Se les hace a los niños el gracioso don de que no acaten las leyes de la naturaleza y se les instala, en su lugar, al milagro. Se despoja a los niños de la más mínima noción moral y entonces se despliega ante ellos, sin recato alguno, una forma de conducta que no obedece más que a las pasiones más viles o a las necesidades más inhumanas.
¿Estamos exagerando? ¿Cuando la madrastra de Blanca nieves decreta su asesinato? ¿Cuando el padre de Piel de Asno medita en un delito que la Ley de imprenta prohíbe a este periódico describir? ¿Cuando la diversión de los reyes en el País de las Maravillas era cortar la cabeza de sus súbditos?
Bueno, podría argüir algún partidario de la tradición. Pero sucede que así son los hechos de la vida. Independientemente que estemos o no de acuerdo en esta proporción habría que replicar entonces que los hechos de la vida no nos muestran ningún gato con botas, ni ninguna calabaza susceptible de transformarse en carroza, ni príncipes que se casan con mendigas.
Decididamente, se nos reprochará, tenemos una mentalidad de aguafiestas. Tan divertidos que estaban los niños escuchando las aventuras espeluznantes del ogro que cebaba a sus prisioneros antes de devorarlos, de la bruja que soplaba sus maleficios en la cuna de los recién nacidos, de tanto desdichado al que un poder sobrenatural y maligno transformó en animal o en cosa.
¿De veras los niños se divierten tanto que despiertan a medianoche gritando de horror? Pero, se nos aclara entonces, de lo que se trata no era de divertirlos, sino de aleccionarlos. Ah, sí, aleccionarlos en el ejercicio de la crueldad, ponerles en evidencia las ventajas de la injusticia, de la hipocresía, de la astucia.
Los textos de literatura infantil —mezcla curiosa de Maquiavelo con el Marqués de Sade— deben ser reemplazados. Pero no por esas narraciones insípidas en las que las flores hablan y los tigres y los corderos “pacen unidos”. Ni menos por esos cuadernos ilustrados en los que el ogro se llama gangster o nazi o japonés o comunista —según los tiempos— y en los que el héroe tiene una gran superioridad tan absoluta sobre sus adversarios que el triunfo carece no sólo de mérito sino también de interés. Cuadernos cuya unidad última radica en la exaltación de la fuerza y en la predicación del odio y de la intolerancia hacia enemigos cada vez más numerosos y variados.
Nos urge crear un repertorio nuevo. Sus autores han de ser personas conscientes de lo que es el niño (según las investigaciones de los psicólogos, de los sociólogos y de otros especialistas) y de la clase de hombre en que queremos que el niño se convierta.
Excélsior, 28 de agosto de 1965, pp. 6A, 8A.
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