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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS: ILUMINADOS POR LA LUZ DEL VERBO (1967)

Miguel Ángel Asturias, que ha sido uno de los grandes y definitivos escritores hispanoamericanos y que ahora —además— ha alcanzado la notoriedad mundial gracias al discernimiento en favor suyo del Premio Nobel, no se caracteriza por su temperamento reflexivo. A diferencia de otros colegas suyos en el ámbito de nuestro continente, no menores ni en estatura ni en importancia que han cavilado en torno de los problemas de la creación novelística (como es el caso de Alejo Carpentier y de Julio Cortázar, que llegan a elaborar una teoría consecuente y estructurada a la que corresponde su propia obra). Asturias produce en sus lectores una impresión de espontaneidad, de obediencia a las intuiciones repentinas, de abandono a los soplos misteriosos de lo que los románticos llamaron inspiración.

Sin embargo, entre sus méritos los integrantes de la Academia Sueca que acaban de honrarse honrándolo encuentran el de su adhesión a su pueblo, el de su defensa de los intereses más vitales de su patria, el de su compromiso con la democracia, con la libertad, con todos los ideales, en fin, que han animado los grandes movimientos históricos de nuestra América.

La fidelidad a una causa exige cierto grado de lucidez y cierta forma de conciencia. El compromiso en un artista es el paso que sigue el examen de las doctrinas entre las que se puede optar e implica un modo de concebir y de llevar a la práctica la profesión, a la que se reconoce una trascendencia, un valor operante más allá de los límites de lo puramente estético.

Que yo sepa (y debo confesar, con un rubor que proviene más de la vergüenza que de la modestia, que para mí no hay nada más fácil que ignorar algo), Asturias no ha articulado en un ensayo sus puntos de vista acerca de lo que es un escritor y de la función que cumple dentro de una sociedad. Pero en la lectura de sus novelas se pone de manifiesto lo que piensa acerca de este quehacer y de las maneras lícitas o ilícitas de ejercitarlo.

Recordemos un ejemplo. El de El Poeta puesto al servicio de El Señor Presidente. Es un hombre que sobrevive, que alcanza a moverse en la esfera del poder gracias a que sabe “hacer uso de la palabra”. Ha leído algunos libros, ha aprendido algunas frases que luego sacará a relucir en el momento oportuno y tiene la facilidad de poner en verso lo que otros (especialmente El Otro, el tirano) no logran siquiera balbucir en prosa. Resulta, pues, útil y en esa medida se le usa. Aparece en las reuniones solemnes para darles la tónica que permita a los juristas verse en un torneo de Alfonso el Sabio. A los diplomáticos, excelencias de Tiflis, darse grandes aires, consintiéndose en Versalles, en la Corte del Rey Sol; a los periodistas, nacionales y extranjeros, relamerse en presencia del redivivo Pericles; a los escultores de santos considerarse Fidias y a “un compositor de marchas fúnebres, devoto de Baco y del Santo Entierro, asomar la cara de tomate a un balcón para ver dónde estaba la tierra”.

Cuando El Señor Presidente desciende al Olimpo para dar satisfacción a sus más bajos apetitos ninguno ha de atestiguar ese tránsito… excepto El Poeta. Las puertas del harem, guardadas por soldados, se le abren y penetra allí para cumplir la orden de recitar “algo bueno”. Y El Poeta obedece diciendo lo que recuerda El cantar de los cantares, degradado de texto místico a afrodisiaco.

Frente a esta figura (que por desgracia no es ni una ficción ni una exageración de Asturias) va a mostrársenos otras: la del fabulador que recoge lo que está disperso y fragmentado en la imaginación de su gente, en la memoria de su tribu, y lo organiza hasta que se convierte en una historia, en una leyenda, en una forma perdurable de realidad.

El fabulador es un arriero, Hilario Sacayón, uno de los personajes que pueblan las páginas de Hombres de maíz. Por su oficio es errante y recoge y divulga noticias en aquellas aldeas incomunicadas en las que su presencia congrega a los habitantes, ávidos de escuchar relatos en los cuales adivinarse, reconocerse, presentirse.

Hilario Sacayón, nos dice Asturias, era muy chico cuando vino a San Miguel Acatán un comerciante recomendado a su padre. El viejo Sacayón anduvo para arriba y para abajo con este señor y regresó diciendo que se llamaba Neil y que era vendedor ambulante de máquinas de coser. En el trato el viejo Sacayón llegó a darse cuenta de que el extranjero era uno de esos hombres “cuyos ojos llevan una reproducción en miniatura del mundo”. Al partir el extranjero dejó grabado en el tronco de un árbol su nombre y una fecha y en el recuerdo del padre y del hijo una imagen que los años no hicieron más que agrandar y enriquecer.

“En boca de Sacayón hijo, Neil tuvo pasión por una muchacha de San Miguel Acatán, la famosa Miguelita, a quien nadie conoció y de quien todos hablaban por la fama que en zaguanes de recuas y arrieros, fondas, posadas y velorios, le habían dado Hilario Sacayón”, quien no podía con su conciencia después de una parranda. Porque había dado rienda suelta a su lengua y hablaba “como si antes que él lo contara las palabras ya hubieran estado escritas, puestas como debía ser, igual o mejor que si efectivamente todo aquello que él inventaba hubiera pasado ante sus ojos”.

Llega un momento en que Hilario se siente autor de los personajes de los que habla una vieja sabia, Ramona Corzantes, le explica el proceso que da en él:


Uno cree inventar muchas veces lo que otros han olvidado. Cuando uno cuenta lo que ya no se cuenta, dice uno, yo lo inventé, es mío, esto es mío. Pero lo que uno efectivamente está haciendo es recordar… En tu caletre estaba la historia de la Miguelita de Acatán, como en un libro, y allí la leyeron tus ojos y vos la fuiste repitiendo con el badajo de tu lengua borracha y si no hubieras sido vos habría sido otro, pero alguien la hubiera contado para que no por olvidada se perdiera del todo, porque su existencia, ficticia o real, forma parte de la vida y la vida no puede perderse, es un riesgo eterno, pero eternamente no se pierde. 

El artista, pues, según Asturias, hereda de sus antepasados los elementos de su obra. Su trabajo consiste en componer esos elementos, en darles un orden gracias al cual resplandezcan de belleza y de verdad. Y la responsabilidad del artista está en coadyuvar a que se cumpla una ley cósmica la cual lo vivo ha de prevalecer, ha de ensancharse y ha de ser iluminado por la luz del Verbo.


Excélsior, 28 de octubre de 1967, pp. 6A, 10A.

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