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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

MINORÍAS EN LA UNIVERSIDAD: UNA CASTA QUE MEDRA (1966)

En el texto del informe que el licenciado Gustavo Díaz Ordaz rindió ante el Congreso, como presidente de la República, hay un párrafo que forzosamente había de interesarnos a quienes —de una manera u otra— pertenecemos al sector aludido. Es el que se refiere a la responsabilidad de las universidades y que puede leerse como una denuncia a una situación indebida y grave, al mismo tiempo, que como una advertencia de que esa situación ha de remediarse.

Después de definir su concepción de las funciones para las que la Universidad ha sido creada y por las que debe ser mantenida, el licenciado Díaz Ordaz habla de su estructura en los siguientes términos:


Nuestras universidades son autónomas para que los universitarios sean libres dentro de un pueblo que, a su vez, es libre y soberano. Pero libertad es responsabilidad, no desenfreno; libertad es la ley, no contra la ley. Y menos todavía en un sistema de derecho que señala los medios para combatir y transformar legalmente hasta la propia ley.
Recientemente, en una gira por la provincia, había una manta mal escrita si se quiere, en la que más o menos se decía: “Si los estudiantes no quieren estudiar, denos a nosotros, los campesinos, que tantas necesidades tenemos, los millones de pesos que se están gastando inútilmente en las universidades”.

Para cualquier extranjero, para cualquier mexicano alejado durante años del país, la manta enarbolada por los inconformes ha de haber resultado incomprensible. ¿Cómo es eso de que “si los estudiantes no quieren estudiar”? ¿Es que acaso vivimos en un país en que exista y se imponga la obligación de hacer una carrera en nivel de estudios superiores? ¿Es que los jóvenes, sujetos a esta imposición, se resisten a ella desatendiendo las lecciones de los maestros, dejando de asistir con frecuencia a las clases, presentando exámenes en los que se hace patente su ignorancia de las materias impartidas, organizando, en fin, huelgas que paralizan el trabajo de la escuela o de la facultad?

No, evidentemente que no existe esa ley. Por el contrario. En un país, como el nuestro, en que las carencias se muestran en todos los ámbitos, el sostenimiento de las universidades representa un gran sacrificio de los contribuyentes, un gran desembolso hacendario que, a pesar del aumento anual de sus cifras no resulta nunca suficiente. En la provincia, tanto como en la capital, el presupuesto de las universidades no basta para dar cabida a todos los que llaman desesperadamente a sus puertas, en demanda de unos conocimientos que les permitirán ser útiles a la sociedad y a sí mismos, entender el mundo, transformar la realidad, mejorar las condiciones de vida. Es penosa decirlo, pero es ciertos. De los que solicitan entrar no todos pueden ser admitidos, por razones de cupo. Se multiplican los esfuerzos, se llenan de las aulas hasta el último límite de su capacidad y siempre queda alguien (no queremos pluralizar) fuera, alguien que siente frustradas sus esperanzas, empobrecido irremediablemente su futuro.

Pero no es éste el protagonista a quien se refería el licenciado Díaz Ordaz, sino el otro: el afortunado que, mediante una cuota simbólica (doscientos pesos anuales en el Distrito Federal), tiene acceso al campus universitario. ¿Qué encuentra allí que empieza a comportarse como si hubiera caído en una trampa? ¿Un rigor excesivo en los planes de estudio? ¿Una severidad inhumana en sus mentores? ¿Una imposibilidad de estar representado y de hacer pesar su opinión en los asuntos que conciernen a la comunidad?

Todo lo contrario. El estudiante entra, de golpe, en un clima de privilegio que lo trastorna. Entre la infinita multiplicidad de materias que están a su alcance, hay algunas básicas y que por lo mismo son obligatorias. Pero en las otras puede ejercer su elección no únicamente de un modo libre sino caprichoso. Nos se le obliga a escuchar la cátedra de un maestro determinado, sino que escoge aquel que mejor se aviene con su temperamento, con sus horas libres, con su ideología y hasta con su sentido de lo que es la disciplina. Disfruta de un margen, más o menos flexible según las circunstancias, para ausentarse de los salones de clase sin que sus faltas lo perjudiquen. Cuando son muy considerables el examen final tiene un carácter ligeramente más estricto que el de los exámenes ordinarios. Y si quiere aplazarlo hasta el año siguiente puede hacerlo y si se le da la gana presentarse “a título de suficiencia” nadie se lo impide.

Se da el caso de que un alumno se arrepiente de la carrera que ha elegido. Ése es un error fácilmente remediable. ¡Basta con que cumpla con algunos trámites burocráticos y ya lo tenemos estrenando facultad o escuela! Se da el caso de que el alumno requiere un plazo indeterminado de tiempo para recibirse. Pues bien, se le respeta ese plazo.

Por otra parte el alumno es un elemento muy vivo y muy activo dentro de la organización universitaria. Forma sociedades y federaciones, representa a sus compañeros en los consejos técnicos de las facultades y escuelas y en el consejo universitario y su fuerza política es tan indiscutible que más vale no citar ejemplos demasiado recientes, demasiado vergonzosos del mal empleo que, en ocasiones, le da.

Se le estimula para que se agrupe en torno del teatro, del cine, de la música, de la pintura, del ajedrez. Se le abren las puertas de las bibliotecas, de las salas de conferencia. Se le facilitan viajes de perfeccionamiento al extranjero.

¿Es suficiente? Según el excluido de tantas ventajas no sólo es suficiente sino que es insultante. Según el favorecido con ellas no es bastante. Exige (con la impunidad que da el montón) que el inerme chofer de autobús cambie su ruta según las indicaciones que se le van dando, haga servicio gratuito o se atenga a las consecuencias. Con cualquier pretexto secuestra camiones destinados al público general; asalta y despoja transportes de refrescos; se ensaña en pugnas callejeras con bandas rivales, rompiendo vidrios y lesionando transeúntes.

¿Es lícito, es lógico, esperar de este estudiante ensoberbecido un profesionista consciente y responsable? ¿Un hombre dispuesto a corresponder con aptitud, con honradez, con sentido de solidaridad los muchos dones con que fue colmado? ¿No se nos representa, con mayor inmediatez, la imagen de un ave de rapiña que ha sido cebada, adiestrada para que sus presas sean más abundantes y carezcan de defensa?

Es difícil el equilibrio entre la benevolencia y el rigor, pero es indispensable. Si quienes han de encontrarlo fracasan en su empeño no será una manta la que se levante a reclamarlo, será una multitud enardecida contra los abusos de una casta parasitaria que medra sobre la pasividad de los otros, de los verdaderos estudiantes que son la inmensa mayoría.


Excélsior, 3 de septiembre de 1966, pp.6A, 8A.

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