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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

MÁS DE UN AÑO EN ISRAEL: “ESTOY EN DONDE ESTOY…” (1972)

Tel Aviv. — De pronto me pongo a contar el tiempo (no tengo muchas otras cosas que contar) y descubro que hace ya más de un año que estoy en Israel. He pasado, pues, esa primera semana en la cual se siente uno tentado a escribir un libro sobre el país que se visita. He pasado el mes en que se da uno cuenta de la desproporción entre lo que nos rodea y lo que sabemos de ello y que podría comprimirse en un simple artículo de periódico. He entrado de lleno en esa etapa en la que se descubre que lo único discreto es guardar silencio porque lo que uno sabe es tan nimio —comparado con lo que ignora— que no vale la pena sacarlo a relucir.

Ahora soy yo la que se sienta, en la silla de enfrente, a escuchar los hallazgos de los turistas que acaban de bajar de la escalerilla del avión en el aeropuerto de Lod y que lo han descubierto ya todo: los intríngulis del clima, los elementos del conflicto en el Medio Oriente, el carácter nacional, etcétera. Si antes de hacer esta escala han hecho otra —relámpago— en algún país árabe la conversación se anima con las comparaciones.

Yo los escucho con atención y ¿para qué negarlo?, también con cierta envidia. Porque yo he perdido esa capacidad de sorpresa sin haber ganado aún las ventajas del almacenamiento de datos.

Cuando ocurrió el cambio de estación (del invierno riguroso al verano titubeante) creí que me había vuelto sensible, como lo son los nativos, a los múltiples fenómenos meteorológicos que ocurren cotidianamente. Me supuse ya apta para detectar el hamssin (ese viento cargado de arena desértica y electricidad que altera el pulso de la nación y lo vuelve febril) desde antes de abrir la ventana. Si otros reaccionan con violentas jaquecas, si se postran en el colmo de la depresión, si se marean, si se vuelven irritables, agresivos, melancólicos, yo escogí algo original que jamás había padecido antes: dolor de garganta.

Ese dolor me avisó de la existencia del primero, del segundo de cincuenta días obligatorios de hamssin al año. Pero luego, inconstante, desapareció. Y lo que eso significa es que continúo siendo una recién llegada, sin autoridad ninguna para opinar sobre Israel.

Y, a veces, ¡me pego unos sustos! Por ejemplo, el otro día irrumpió en las oficinas de la embajada un reportero al servicio de una importante cadena noticiosa de México. Venía equipado como para un safari y, excitadísimo, recurría a mí para que yo le consiguiera las facilidades de acceso al frente.

—¿Cuál frente? — pregunté yo, sobresaltada. Porque, desde una vez que los huelguistas universitarios tomaron la Torre de la Rectoría y comenzaron a incendiar el sexto piso y yo, como encargada de prensa declaraba (desde mis alturas del décimo) que no había ninguna novedad (y hacía la declaración no por táctica sino por pura y total ignorancia de lo que estaba ocurriendo en mis narices) no me fío nada del testimonio de mis sentidos y sé que la distracción es capaz de jugarme muy malas pasadas—. ¿Cuál frente? —insistí porque, para qué es más que la verdad, yo no había notado su existencia.

—Donde están los cocolazos. Vine a cubrir la información.

Me dieron ganas de decirle que para cubrir su fuente era preciso que primero la descubriera. Pero mis juegos de palabras, en general, no suelen tener éxito. Así que me abstuve. Entonces me enseñó unos recortes de periódicos que describían el crujir de dientes en que se debatía Israel contra sus enemigos. Yo, a mi vez, le mostré los periódicos locales —en español, en inglés y en francés— en los que no se hablaba sino de los sucesos que ocurren normal y cotidianamente. Además, allí estaban las calles con el ir y venir acostumbrado de vehículos y peatones; la gente trabajando como de costumbre; las diversiones anunciándose; los cafés abiertos.

Naturalmente no me creyó. Lo había leído en el periódico; es más, en su periódico y, por lo tanto, tenía que ser cierto. Viendo que yo no iba a servirle como colaboradora en su búsqueda partió y no volvimos a vernos. Hoy en la mañana me desayuno leyendo su reportaje… sobre el frente. Está lleno de colorido y vivacidad y es totalmente verosímil. Y totalmente falso.

No, no se preocupe usted. No voy a aprovechar este incidente para hablar sobre los principios éticos que deberían regir la vida periodística ni sobre la calidad estética del texto que podría ser aprovechable en una obra de ficción. Eso no me importa ahora. Lo que me importa es que me hizo tener, de pronto, una conciencia muy aguda de que estoy aquí (en esta circunstancia, en este momento, en esta latitud) y no allá donde mi memoria se obstina en detenerse alimentándose de rostros, de lugares, de palabras conocidas que fueron mi atmosfera y mi sustento muchos años.

Aun este artículo que escribo contra el viento y la marea de mis otros quehaceres, de la fatiga, de la inercia de mi imaginación, de la torpeza de mi mano es el puente que me empecino en mantener tendido entre el hoy y el ayer, entre el aquí y el allá.

Porque la ausencia no es ni el cambio de lugar ni la sustitución de una forma de vida por otra sino el asumir el presente como algo que contradice el pasado, pero que prepara el futuro.

No, no me he explicado bien. Quise decir que la ausencia se siente cada vez que uno exclama, por ejemplo: ¡qué calor!, como si ese valor no nos correspondiera. Y nos es profundamente extraño y lo único que hacemos en preguntarnos si es más o menos que nuestro propio calor, el que sí, en verdad, nos correspondía. Y en esas comparaciones se nos va la vida y entendemos los versos de Gabriela Mistral cuando dice: “estoy en donde no estoy”.

¿Tristeza? No. Asombro ante la repentina ubicuidad que experimentamos. Y enviamos cartas y artículos y poemas al “Anáhuac plateado” y nos negamos a pensar cómo será el regresa. Porque, no lo queremos admitir, pero la realidad circundante nos permea y nos inunda y nos transforma en lo que no éramos y la que vuelva será otra para enfrentarse con otra realidad irreconocible y Heráclito tenía razón y no nos bañamos dos veces en el mismo río. Y yo estoy tratando de explicar esto (que todavía no entiendo bien) a Gabriel para que equilibre la nostalgia y la esperanza con el disfrute pleno del presente y mientras le hablo voy alcanzando el grado de lucidez que necesitaba para declarar este día como feliz.


Excélsior, 7 de junio de 1972, pp. 7A, 8A.

 

 

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