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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

NO BASTA SER MADRE: UN ÁRBOL CRECE EN TEL AVIV

Caro lector (lectora): usted me conoce bien. Porque no me conoce al través de mis actos, que son siempre ambiguos; ni de mis palabras, que son muy frecuentes confusas, sino de mis escritos que son el medio gracias al cual alcanzo el grado —máximo para mí— de coherencia y orden.

Conociéndome bien, usted sabe que soy modesta. No por virtud moral sino por puro ejercicio estético. Cuando se aprende —y desde temprano— a hacer una silva, por ejemplo, se sabe que un verso de siete sílabas combina armoniosamente con otro de once y con otro de catorce. Y que más de dieciséis sílabas ya no forman un verso, por lo menos en español, sino que incurren en otros terrenos que más vale dominar bien si se quiere trabajar con provecho.

En resumen, se adquiere sentido de la proporción. Un sentido que acaba de aplicarse a otras materias que ya no son las literarias sino a las actividades vitales en general.

Provista, pues, de este sentido, me enfrenté con la muy importante experiencia de la maternidad. Ni por un momento se me ocurrió que yo podría convertirme, de la noche a la mañana, en la mamá de Tarzán. ¿Qué tenía yo que ver con ese antropoide que se golpea el ancho tórax como si fuera un tambor resonante, que emite sonidos inarticulados y que se entiende mejor con Chita que con Jane?

No se me pasó por las mientes, tampoco ser la mamá de los pollitos, por más que hecho semejante hubiera coadyuvado al aumento de mi prestigio.

No. La mesura me aconsejó a Gabriel como lo más adecuado y decente dadas nuestras condiciones. Fue necesario que transcurrieran diez años para que yo me desengañara descubriendo que aun Gabriel era para mí excesivo.

El primer síntoma fue un sueño. Primero simple, esporádico. Luego recurrente y, al final, diurno en el que me refugiaba constantemente de las asperezas de la realidad. Soñaba que yo era (oh, maravilla, oh, placer) la Enciclopedia británica.

Para empezar, el inglés me hacía los mandados —y me refiero al idioma, no a ningún súbdito de Su Graciosa Majestad—lo cual es siempre conveniente. Y luego lo sabía yo absolutamente todo. Bastaba abrirme en la letra correspondiente y ya estaba despepitándome contestando quién albergó, en su cabecita de inventor, la primera idea de lo que, desarrollado y perfeccionado iba a ser un aeroplano.

¿Cómo funciona el sistema de husos horarios? ¿Qué países firmaron el acta constitutiva de las Naciones Unidas? Si se quisiera que una ardilla fuera feliz ¿de qué otros animales se le rodearía? ¿Cuántas generaciones después de haber sido trasladado un oso polar a los trópicos pierde su color blanco? ¿Qué porcentaje de su pelo conserva? Si es verdad que la Tierra está sufriendo un proceso gradual de enfriamiento, ¿cuántos millones de años habrán de transcurrir antes de que nuestro planeta se declare inhabitable para la especie humana? ¿Qué medidas se están tomando ante tal fenómeno? ¿Calefacción central? ¿Emigración a otros planetas? ¿Suicidio colectivo?

Si yo fuera la Enciclopedia británica… pero como no lo soy… He ensayado varias respuestas, ninguna satisfactoria. La vaguedad, según se comprueba inmediatamente, no hace más que hacer más encarnizada la búsqueda del dato exacto. La mentira exige un esfuerzo de imaginación y de lógica que se viene aparatosamente al suelo ante el más casual reportaje periodístico. La humilde admisión de la ignorancia acarrea, ipso facto una crisis de autoridad. El simulado desdén ante materias tan baladíes no engaña nadie.

La respuesta… ay, la respuesta comienza a trasladarse al plano de lo irracional. Estoy irritable, me siento universalmente perseguida. Adivino trampas donde no hay más que la curiosidad natural en estos años. Eludo el enfrentamiento con mi adversario. Aduzco pretextos. ¡Tengo tanto que hacer! En la oficina, en Jerusalén, en la calle. Y cuando regreso a la casa me atrinchero en mi cuarto, más allá de toda pregunta.

Gabriel, que no tiene más cera que esta que está ardiendo en esta página, se siente peor que defraudado; abandonado, solo. Por vías propias llega a suscribir la frase aquella del cínico que aseguraba que mientras más conocía a la gente más amaba a su perro. ¡Su perro! Sí, tal es la solución, el pararrayos.

No importa que yo haya encarnado en la raza canina, y desde tiempos inmemoriales, todo el horror que soy capaz de sentir ante lo conocido y lo desconocido. ¡Qué sacrificios no será capaz de hacer una madre por su hijo!

Abnegada madrecita mexicana, me lanzo con Gabriel, a conseguir el perro. Hay que reconocer que, las perreras huelen a rayos y que el concierto de ladridos con que se nos recibe dista mucho de ser seductor. Pero yo he adoptado la misma disposición de ánimo que Dante cuando descendía círculo tras círculo del infierno guiado por Virgilio.

Me defiendo un poco, sin embargo. Un Terranova es excesivo; aunque hay que reconocer que el chihuahueño que yo propongo es demasiado poco. Ambos admitimos un término medio. Es un pointer y se llama Windsor.

Como le dieron una pastilla contra el mareo, dormita mientras volvemos a casa. Su pasividad nos permite, a los dos, ponernos líricos. He aquí cine Gabriel se ha asegurado, para siempre, la compañía y la fidelidad. Windsor lo esperará, diariamente, a la salida de la escuela. Y los días festivos darán largos paseos por la playa. Cuando el tiempo sea inclemente permanecerán los dos junto al fuego. ¿Qué peligro se atreverá a amenazarnos ahora que estamos seguros? ¿Qué ladrón se acercará a plaza tan bien guardada?

Cuando, al fin, llegamos, Windsor olfatea sus nuevos dominios y su satisfacción es tan viva que no puede evitar hacer de las suyas. Quiero decir… usted me entiende. Gabriel está a punto de desmayarse de asco, por lo que la tarea de limpiar me corresponde a mí. La segunda vez le toca a la nana. La tercera (y no han pasado más de quince minutos) es la vencida. Turno de Gabriel.

Y así nos alternamos para las comidas, para sacarla a dar la vuelta con una regularidad que no admite dilación. Y es fuerte, aunque todavía sea un cachorro. Y su instinto de cazador se despierta ante los estímulos más insospechados. ¿Quién iba a pensar que las pantuflas que me compré en Estambul y que era la suma de todas las voluptuosidades iban a acabar desgarradas a mordiscos? No, no le guardo rencor. Pero cuando un día desaparece para seguir a un desconocido, no lo lamento. Ni la nana. Ni Gabriel que ha descubierto, al fin, las ventajas de la soledad y los inagotables recursos de la imaginación.

Excélsior, 4 de marzo de 1972, pp. 7A,8A.

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