NO ES TIEMPO DE EXQUISITECES: EL POETA Y LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA (1968)
- Rosario Castellanos Figueroa
- 12 oct 2024
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 26 oct 2024
Ante la inminente llegada a México del poeta ruso Evgeni Evtushemko es necesario que revisemos una serie de conceptos que venían pasando como válidos, desde hace varios lustros, entre nosotros. Esos conceptos no surgieron por generación espontánea, sino que son resultado de nuestra experiencia como creadores o consumidores de poesía y que acabaron por convertir a esta palabra en sinónimo de aislamiento, lenguaje cifrado o privilegio cuando no se le añadía una nota peyorativa que la transformaba en una extravagancia más o menos inofensiva pero nunca necesaria, nunca aprovechable, nunca el acto que llena un vacío ni que cumple una función.
El poeta romántico hispanoamericano no únicamente afectaba una indiferencia absoluta por el público sino que mostraba por la “masa de perdición” que dijera Santo Tomas, un activo desdén. Alma selecta, poseedora de un don que sólo comparten los dioses, procuraba exaltar —por medio de la vestimenta, de la conducta, de la terminología— sus peculiaridades para que ni aun los más ingenuos pudieran confundirlo con uno de tantos. Pero esta afirmación de la superioridad no se daba más que en un terreno y era desmentido de modo contundente en todos los otros donde el hortera más analfabeto le daba punto y raya en cuanto a sentido común, solvencia económica, respetabilidad y aprecio.
¿Cómo resolver, cómo conciliar, cómo soportar semejante contradicción? O se ponía en crisis la validez de la actividad propia (lo que exigía un grado casi sobrehumano de valentía personal) o, lo que era más fácil, se declaraban nulos e inanes todos los fundamentos sobre los que descansaban las formas de existencia ajenas. Y se daba entonces el caso de la excepción sublevándose contra la regla. Y la regla posee, al menos, una superioridad: la numérica. Cuando la sensación de esta superioridad resultaba abrumadora no bastaba, para apoyarse y para consolarse, el culto al fracaso, la apología de la pobreza, la renuncia de todos los bienes terrenales.
La vida, para merecer vivirse, exige ciertas condiciones. Y una de ellas es la de que el hombre se sienta miembro activo de una comunidad, participante de sus afanes, de sus luchas, de sus logros. El confinamiento, el soliloquio, el morboso cultivo y análisis de los estados de ánimo individuales, la duda de si la vocación no era más que un pasatiempo superfluo empujaron a más de un poeta romántico a la desesperación, al suicidio… o a la entrada en el orden preconizado por los prudentes. Si la cigarra sobrevivía a los rigores del invierno era para imitar las virtudes de la hormiga.
Pero no generalicemos. Hubo quienes sí gozaron de los beneficios de la popularidad, de la calidez del aplauso, de la alfombra de flores, de la admiración de sus contemporáneos. ¿Eran los mejores? No. Eran los que acertaban a hablar con el mismo lenguaje deshilvanado y espontáneo de su vecino, de su amigo, de su compadre. Era el que se enternecía, en renglones cortos, ante los mismos objetos que la tradición había canonizado como enternecedores: las puestas de sol, los claros de luna y las tempestades marinas, en el área de la Naturaleza. El amor imposible, los castos goces del Himeneo, los afectos filiales, la muerte temprana, en el terreno íntimo; la gesta patriótica, la resurrección de las leyendas, en el ámbito social.
Los versos se recitaban “en torno de una mesa de cantina”, en las celebraciones de las fiestas de quince años, en bodas de oro y plata, en bautizos, en los entierros de gran pompa y circunstancias. Y el público se sentía identificado con quien tan fielmente lo interpreta y lo traducía.
De este contubernio se apartaron los poetas que pretendían el ejercicio de la autenticidad como se aparta el hombre sano del enfermo contagioso. Pero ahora su refugio no fue la buhardilla inhóspita sino la orgullosa torre de marfil y su soledad era una soledad sonora por la que se deslizaban imágenes extraordinarias, conceptos audaces, ritmos no oídos hasta entonces.
Pero, aunque las rejas sean de oro no dejan de ser prisión. Y aunque el idioma se pula como una joya, si no sirve para comunicarse no sirve para nada. Las ediciones lujosas pero tan limitadas que su numeración deja sobrando dedos en las manos es una parodia de la legítima aspiración del poeta: establecer un contacto con los demás, moverse fuera de este círculo de colegas recelosos, de críticos pontificantes. Llegar a la otra orilla y reconocerse en los otros.
La hora de las exquisiteces ha pasado y ahora se viene otra: la de la colectividad que busca la voz a través de la cual adquirirá una forma hermosa y memorable su saga; y su historia alcanzará la categoría de testimonio. Algunos de los llamados se apartan, con horror, con asco, con miedo, de la misión de la que pretenden cargarlos. Otros se empeñan en cumplirla y asistimos a sus balbuceos, a sus búsquedas de talismán que los haga entrar en posesión de ese patrimonio común que son las palabras, de esa tierra no de nadie sino de todos que es la verdadera poesía.
En México declaramos que alguien ha realizado una proeza cuando ha sido capaz de traspasar, con sus libros, la barrera de los especializados y nos produce un asombro rayano en la incredulidad ver que un hombre cualquiera tiene uno de estos libros ante sus ojos que gritamos aleluyas como si la batalla estuviera ya ganada. Las cifras, sin embargo, nos desengañan. Por principio un editor, ávido de novelas, tolerante con los cuentos, resignado al teatro, siempre encuentra buenos argumentos para no dar acogimiento a la poesía. Y cuando, al fin, la acepta es con unos tirajes que parecerían ridículos si no fueran, de todos modos, milagrosos.
Pero este fenómeno que hemos presenciado —del que de alguna manera hemos sido protagonistas— no obedece a una ley natural. Nos informan que en otras latitudes, bajo otros regímenes políticos la poesía, a pesar de la censura y de las directivas que pretenden imponérsele desde fuera, florece. Que ser poeta asume su oficio con la humildad y con la satisfacción con que la asume cualquier otro artesano y que el producto de su trabajo es consumido después por aquellos a quienes se les destina que tampoco hacen remilgos porque no constituyen ninguna casta especial, no son ninguna “inmensa minoría”, sino este y el otro, el de más allá y todos.
Y la presencia viva del poeta es acogida con júbilo como la de un hermano. Ese hermano pródigo que anda por el mundo suscitando ecos y resonancias y respuestas.
Excélsior, 24 de febrero de 1968, pp. 6A, 11A.
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