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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

¿PANACEA EDUCATIVA?EL MÉTODO AUDIOVISUAL (1970)

Yo suelo estar enterada del calendario de exámenes semestrales de las escuelas preparatorias porque, de pronto, comienzo a recibir una serie de llamadas telefónicas de grupos de alumnos que solicitan una entrevista conmigo.

La inexperiencia me hizo conceder la primera y la inercia todas las otras que siguieron. Llegaban a mi casa unos cinco o siete adolescentes provistos de grabadoras, blocks de taquigrafía, lápices de punta afiladísima, plumas atómicas con repuesto, etcétera.

Se sentaban y para explicar su presencia allí me hacían una narración de sus cuitas: el maestro de literatura mexicana les había dejado como tema el estudio de mi obra. Al oír esa palabra me esponjaba de felicidad y satisfacción. Eso de tener hecha ya una obra es como para envanecer a cualquiera.

Pero cuando veía yo la expresión de sus rostros, una expresión de perdedores natos, de quienes ya desde ahora saben que jamás se sacarían la lotería, de que siempre bailarán con la más fea y de que si votaban por el candidato a diputado del PRI resultaría vencedor el del PARM en su distrito, no sólo recuperaba mi equilibrio inicial sino que me inclinaba, definitivamente, a la depresión.

Bien. Había que afrontar los hechos. Ellos tenían que estudiar mi obra, mas para que la tarea no se les hiciera tan cuesta arria venían a solicitar mi colaboración que yo estaba dispuesta a prestar, más que por amor a la juventud y otras zarandajas, por aplacar ese sentimiento de culpa fulminante que me habían despertado. Además de que mi colaboración consistiría en proporcionarles unos cuantos datos y un juicio crítico.

El primer dato me dejó estupefacta la primera vez que lo oí porque era éste: “¿dónde nació usted?” La respuesta que se me ocurría era que nací tan pequeña que no alcancé a darme cuenta de cuál era la ubicación de mi domicilio en una ciudad, de la ciudad en un país, del país en un continente y del continente en el mundo y que por lo tanto el hecho de nacer en un determinado lugar no había ejercido ninguna influencia sobre “mi obra”.

Pero los veía tan esperanzados en averiguar algo que consta en el más ínfimo de los diccionarios de la literatura mexicana que les decía no únicamente el sitio, sino algo que no se atrevían a preguntarme a discreción pero que les era indispensable: la fecha de ese suceso fausto que fue mi nacimiento.

Se aplicaban a comprobar el funcionamiento de la grabadora, de los lápices, de las plumas atómicas y una vez satisfechos de ello continuaban, ahora con otra interrogación más desoladora que la primera:”¿qué libros ha escrito usted y de qué se tratan?” Con un sarcasmo que no registraban las grabadoras ni recogían los lápices y las plumas pero en el que se desahogaba todo mi resentimiento por el hecho, por lo demás natural, de no haber sido leída nunca, les proporcionaba una bibliografía completa.

Y para terminar: “¿qué importancia tenía mi obra? ¿Qué corriente había que colocarla y cómo se podría definirla?” Yo luchaba entre la modestia y la objetividad y decidía ser modesta cuando me daba cuenta de que me resultaba más conveniente y les dictaba tres o cuatro vaguedades, después de lo cual ellos se despedían muy contentos de haber representado tan bien su papel de estudiantes cumplidos y yo muy frustrada por haber encarnado, aunque no fuera más que momentáneamente, a ese Juan Palomo del refrán del “yo me lo guiso y yo me lo como”.

Hubo ocasión en que me harté de que me chuparan la sangre estas sanguijuelas y en vez de darles gusto les dicté una larga conferencia acerca de los más elementales principios pedagógicos que exigían que el trabajo de investigación y de enjuiciamiento lo hicieran ellos y no el autor. Pero me resultó mucho más fatigoso y no tuvo efecto más que en ese grupo de estudiantes. Los que venían ignoraban los antecedentes y habría que volver a empezar. Y como la pedagogía no es mi fuerte…

Pero este año ha ocurrido el mismo fenómeno con una variante que no sé si debe producir alarma o regocijo. La variante es la siguiente: aparte del consabido cuestionario los alumnos requieren material gráfico. Porque van a hacer una exposición no únicamente verbal sino llena de figuritas de la obra del autor que les tocó en desgracia.

Por ejemplo, sería bueno darles una fotografía de la casa en la que vimos la luz primera. De nuestros progenitores, hermanos, primos y restos de la parentela. De cuando andábamos desnudos en las alfombras. De cuando hicimos la primera comunión. Del pueblo en el que transcurrió nuestra infancia y si es posible de la vegetación circundante. Del tren, avión o globo en el que hicimos nuestro viaje a la capital. De nuestro alojamiento en la gran urbe. De los cafés que frecuentábamos. De la peña de la que formamos parte. De nuestro primer novio. Del baile de graduación y del padrino generacional que seguramente es ahora un personaje de gran influencia política. Así ad nauseam.

Como yo no dispongo de ninguno de estos prodigios que hubieran fortalecido mi narcicismo opté por asumir una actitud crítica. ¿Para qué toda esta parafernalia? ¿Explicaba de alguna manera o daba un sentido a la obra literaria en cuestión? No, me respondieron con toda ingenuidad y honradez. Pero hacía menos aburrido el tema. A los muchachos les interesaba mucho más enterarse de los chismes y anécdotas que se refieren a una persona, cualquier persona, aunque fuera un escritor, que escuchar una fastidiosa disertación acerca de un libro que no habrían leído ni ellos ni mucho menos el disertante.

Entonces… entonces un grupo de maestros, poseídos por un rapto de inspiración creadora, decidieron aplicar a su clase los mismos métodos que tan buenos resultados daban en las clases de historia del arte, por ejemplo. En vez de describir una catedral gótica, ¡zaz!, diapositiva con una panorámica, a todo color, con selva y estrambote, de las ruinas del Antiguo Imperio, una panorámica, a todo color, con selva y estrambote, de las ruinas del Antiguo Imperio. Y los alumnos adquirirían una imagen directa, clarísima que ni las más ricas palabras del idioma les hubieran podido transmitir.

Muy bien. De acuerdo. Pero un libro… un libro hay que leerlo. Me quedaron viendo con esa mirada, que tan bien conozco, de Gabriel cuando no quiere creerme que no conocía a los dinosaurios personalmente. ¿Leer? ¿Ese montón de páginas? ¿Y que tienen puras letras? Sí, insistí desesperada. Leer. Y lo importante no es si el autor tiene un juanete en el pie derecho, aunque ése sea con el que escribe, sino lo que ha escrito, con juanete o no.

Y el libro es el objeto de estudio, de interpretación, de desentrañamiento. Hubo quien, en un exceso de generosidad, aceptara que estaba de acuerdo conmigo. Pero no se trataba de su teoría sino de las exigencias de la clase. Y no se trataba tampoco de aprender sino pasar el examen. Y si los maestros ponían las reglas del juego ellos no tenían más que cumplirlas. Yo, ¿no los podría ayudar? Por primera vez en mi vida dije un rotundo y furibundo: ¡no!


Excélsior, 15 de agosto de 1970, pp. 6A 8A.



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