top of page
Buscar
  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

PAVORREAL, QUE ERES CORREO: CADA QUIEN SU NOMBRE (1970)

Señoras y señores: ustedes, con sus propios ojos, han sido testigos de que por mí no quedan las cosas. De que, semana a semana, he venido compareciendo ante ustedes, con una puntualidad de luna llena, para hacer mis monerías. Ya poéticas, ya humorísticas, ya con pretensiones de reflexión profunda. Y unas veces rasgándome las vestiduras de indignación y otras cubriéndome con el velo de la tristeza, siempre he procurado estar presente, iniciar un diálogo que para ser sostenido, suponía forzosamente la existencia de un interlocutor.

Creía que Mallarmé, en ese “joven secreto” que estaba leyéndome en alguna parte y asintiendo conmigo o discrepando de mí pero, de cualquier manera, siendo mi cómplice y mi complemento. Aunque, tengo que confesarlo, en ocasiones me flaqueaba la fe y me invadía la duda. ¿Por qué ese “joven secreto”, si es que existía, no se manifestaba en alguna forma?¿Por qué no me mandaba aunque fuera una tarjeta postal en la que me hablara, no de mis artículos (no soy tan ambiciosa), sino de lo bien que estaba pasando sus vacaciones en la “provincia opaca” o en el bullanguero puerto?

Estas pretensiones surgieron cuando en la redacción de Excélsior se colocó un aparato para distribuir la correspondencia que se enviaba a sus colaboradores y a mí me tococó compartir el mismo espacio que se destina a don Genaro María González. Y él tenía —y tiene—siempre una pila de cartas y yo ni siquiera la más vil de las circulares de propaganda que envían indiscriminadamente las casas comerciales.

Y como si esto no fuera suficiente para producirme un ataque de hepatitis de la envidia, allí estaba Jorge Ibargüengoitia que aprovechaba el espacio y la ocasión para contestar a sus corresponsales que en mi caso seguían, ay, brillando por su ausencia.

Pero, como dice el refrán, no hay plazo que no se cumpla y el mío se cumplió exactamente el miércoles pasado cuando recogí, ¡oh, milagro!, tres sobres dirigidos a mí. Bueno, eso de dirigidos tenemos todavía que aclararlo.

Aunque, por lo pronto, me apresuro a darles un consejo para que no les suceda lo mismo que a mí: nunca lean lo que dice el sobre. ¿Para qué? Si el nombre y la dirección son correctas no se les depara ninguna sorpresa. Y si están equivocados, ¿cómo podrán después justificarse de haber abierto la envoltura y haberse enterado del contenido de la carta?

Yo cometí el error sobre el que he acabado de advertirles con el resultado siguiente: El Instituto Cultural Hispano Mexicano, A.C., enviaba algo que debe haber sido una invitación porque así lo indica el formato y otros detalles a la señora… Rosario Sansores.

Debo confesar que ésta no es la primera vez que nos confunden. Por mi parte, mis recuerdos se montan veinte años atrás, cuando trabajaba en Chiapas y un alto funcionario entornaba los ojos admirativos cada vez que me veía, rememorando los gratos momentos que le había hecho pasar la lectura de mis Rutas de la emoción. No me atreví jamás a sacarlo de su error porque, aparte de perder un admirador (lo que es siempre muy doloroso y nada recomendable), corría el riesgo de que me identificara con Rosario, la de Acuña. Y el papel de musa, decididamente, no me quedaba bien, no habría sabido desempeñarlo.

Después el episodio se ha repetido con muchas variantes. Quizá la más elaborada de todas haya sido la publicación en Novedades de una de las Rutas de la emoción firmada por mí. Si existe la justicia poética quizá este artículo aparezca firmado por Rosario Sansores. (Y conste que no estoy tratando, de ningún modo, de influir en el subconsciente de los linotipistas.)

No quiero que se me malinterprete. La confusión no me molesta. Rosario Sansores tiene un lugar en las letras mexicanas y se le aprecia en lo que se merece y, como persona, encarna una serie de virtudes muy plausibles y es digna de mayor respeto. Sólo que… pues cada quien su vida, como diría Luis G. Basurto, ¿no? O, por lo menos, cada quien su nombre.

La otra carta tampoco iba dirigida a mí, sino a Julio Scherer, pero me enviaba una copia, ya que se refería a la mofa que yo había hecho, en alguno de mis escritos.


…del alcalde de Mérida, por haber prohibido la exhibición de películas inmorales, autorizada por la Secretaría de Gobernación, así como de las agrupaciones que públicamente exigieron la intervención de la Dirección de Cinematografía para que la censura fuese más efectiva en contra de las películas nacionales y extranjeras que ya no sólo son contrarias a la moral y a las buenas costumbres, sino, de hecho, una verdadera cátedra de degeneración. 

Por lo que se desprende del texto, yo soy una pornógrafa consumada, título al que no aspiraba pero que de hoy en adelante incluiré en mi currículum. Podré ser pornógrafa, pero se me conmina a “que no abogue, abusando de su (mi) responsabilidad como escritora, porque se dé ese veneno a nuestro pueblo y sobre todo a nuestra juventud porque entonces, lo único bueno que conservamos en nuestra patria la indisolubilidad del matrimonio católico, que evita la frustración de hijos sin padres, habrá desaparecido”.

Me permito contestar al remitente, señor Sabás Herrera Zavala, cuya dirección es avenida Juárez 185, en Cananea, Sonora (¡existe!), que si yo creyera que el matrimonio católico es indisoluble no temería que se disolviera con la contemplación de películas obscenas. Obscenas según el criterio de los censores que, como todo ser humano, son susceptibles de equivocarse. Y, francamente, no advierto la relación de causa y efecto entre un hecho y otro. Supongamos que una pareja bien avenida entra en un cine en el que se está exhibiendo, por ejemplo, Z. ¿De qué se enteran? De la toma del poder de un grupo de coroneles en Grecia. ¿Qué ocurre? Inician una discusión sobre política y descubren, de pronto, su incompatibilidad de caracteres por lo que acuden al juzgado más próximo en demanda del divorcio.

Ah, pero el sofisma esté en haber puesto el ejemplo Z. ¿Y si dijéramos Zebriskie point o El Satiricón o El cuerpazo del delito? Bueno, concedo que cabría la posibilidad de que uno o ambos de los cónyuges hicieran comparaciones odiosas. Pero esas comparaciones se hacen ante el más inconsciente de los anuncios de refrescos o de cigarros. Y de allí no se deduce el resquebrajamiento de una institución que es el pilar de la sociedad, como el matrimonio, sino únicamente el convencimiento de que no todos se sacan la lotería y de que cada oveja con su pareja y punto.

La tercera carta no era carta, sino una circular firmada por un grupo cuyo lema “Por México y su Constitución”, que huele a clericalismo retrógrado a leguas, aunque quiere hacerse pasar por liberal. Pero, en fin, era para mí y por algo se empieza. De hoy en adelante me lloverán signos de comunicación porque el tabú está roto.

Excélsior, 10 de octubre de 1970, pp. 6A 9A.


40 visualizaciones0 comentarios

Commentaires


Publicar: Blog2_Post
bottom of page