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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

¿QUÉ PASA CON LOS ESCRITORES MEXICANOS? (1963)

Elena Beristáin fue una de las más brillantes alumnas de Letras de nuestra generación en la Facultad de Filosofía; autora de poemas de excelente factura y una de las principales animadoras, en la última etapa de su aparición, de aquella revista Rueca cuya singularidad consistía en que, a pesar de estar dirigida por mujeres, alcanzaba un nivel más que decoroso en la selección de los materiales y en su presentación.

Elena ha ejercido después el magisterio y no ha abandonado las labores de investigación. Prueba de ello es el espléndido trabajo que le ha servido como tesis para sustentar su examen de grado y en el que muestra los Reflejos de la Revolución mexicana de la novela.

Además de la claridad de las ideas, que resplandece en estas páginas, del rigor de su desarrollo y de la riqueza y la precisión del idioma, la tesis de Elena tiene la virtud de suscitar, en quien la lee, una serie de reflexiones y de provocar inquietudes que rebasan los límites de la literatura para invadir los de la historia y aun los de la política.

Elena se apoya en una serie de autoridades tan numerosas y tan incontrovertibles que han logrado construir ya una tradición, para afirmar que la corriente de nuestra novelística, desde el momento mismo de su nacimiento (que, por lo demás, coincide con el nacimiento de México como país independiente de la tutela española), discurre por los cauces del realismo, del costumbrismo, sirve de testimonio, llena los huecos que en sus archivos ha de encontrar el historiador. Además de que se propone aleccionar, orientar, ser, en suma, un instrumento útil, un factor en la integración de la conciencia nacional y un peso determinante en el momento de las decisiones colectivas.

Desde El periquillo sarniento hasta la novela en que más fresca esté aún la tinta de imprenta, el propósito se ha mantenido constante. Logrado con plenitud en algunos autores; en otros sin llegar más allá de los límites de las buenas intenciones. Nuestra realidad ha sido también la piedra de toque para el estilo. En los mejor dotados se aprovechó como el material abundante y vario, dúctil para plasmarlo en moldes perfectos. En los otros fue el pretexto para el descuido de la forma, para la flojedad de la estructura. ¡Era tan trascendental el mensaje que no importaba cómo ni quién lo pusiera en nuestras manos!

En ciertas épocas —en los últimos años del porfiriato, por ejemplo—hubo sus desvíos. Algunos se dieron el lujo de erigir torres de marfil y de encerrarse en ellas para imaginar a su gusto mundos exóticos, situaciones extraordinarias, personajes exquisitos. ¿Pero cómo no iban a venirse abajo esas torres si instituciones seculares, cuya solidez tenía su raigambre en los intereses económicos de las clases privilegiadas, se tambalearon hasta sus cimientos al producirse esa especie de cataclismo natural que después se llamó la Revolución?

Hagamos que compadezcan ante nosotros los testigos de los acontecimientos y sus testimonios. El primero, cronológicamente, el mejor provisto de datos y el que cubre un lapso mayor es el doctor Mariano Azuela.

Como médico supo observar, ante del estallido, el valor de los síntomas. En 1908 y 1909 publica dos novelas —Los fracasados y Mala hierba—en las que denuncia las injusticias de un régimen, ya en pleno estado de descomposición, y la cobardía de quienes eran sus víctimas. ¿Qué faltaba? ¿Un caudillo? En 1911 ya Azuela puede crear un personaje: Andrés Pérez, maderista, “intelectualoide, acomodaticio y vulgar… ave de presa que olfatea los triunfos y guía por ellos simpatías, como con una brújula”. Éste es el que aspira a sustituir la élite integrada por los científicos y se sirve para ello de “honorable hombre del pueblo, áspero y valiente, parco y sentencioso en el hablar, activo y dispuesto a perder una vida que no merece ser vivida”.

El pesimismo de Azuela no hace más que acendrarse con los años, Los de abajo tampoco se mueven por un ideal sino, a veces, por un afán inconsciente de bandidaje o por la necesidad de escapar a circunstancias insoportables; o por el espíritu de aventura o por la fascinación ejercida sobre ellos por un jefe valiente. Es significativo el hecho, apunta Beristáin, de que en todos los libros de Azuela, la masa anónima del pueblo sea una muchedumbre grosera e inculta, que lucha sin organización y sin conciencia de clase y que quienes la guían sean seres más o menos egoístas, sin honor, que pueden perderlo todo, menos la codicia, el afán de enriquecerse. Y una vez extinguida la violencia ¿a quiénes ha elevado la marea revolucionaria? Según Azuela a los políticos “chaqueteros”, a los generales de banqueta, a los mediocres, a los serviles, a los listos. ¿Los otros? Fueron, de una manera, total o parcial, eliminados.

En 1937 ya puede hacerse una especie de balance y Azuela lo intenta en su novela El camarada Pantoja. Nunca, dice allí el autor, Carranza, Obregón o Calles encontraron más fieles servidores y corifeos que los tránsfugas del porfirismo, aquilatados y rebruñidos por Victoriano Huerta.

En 1941 ya se retrata, de cuerpo entero, a la Nueva burguesía cuyo cordón umbilical con la vieja no fue roto en ningún momento.

Martín Luis Guzmán no se limita a criticar los vicios de la plebe ni la mala fe de sus dirigentes, sino que establece “una confrontación dialéctica entre las virtudes positivas del pueblo —encarnado en Pancho Villa, con sus apariciones y procedimientos— y la torpe amoralidad de la burguesía con sus ambiciones concupiscentes”.

José Rubén Romero se revela, en sus opiniones sobre la insurrección, un poco indiferente y mal enterado. Sus observaciones son las de cualquier hijo de vecino, que no pretende tener autoridad. Pero que advierte que las cosas han tomado un mal sesgo. Y al pueblo inocente cuando le preguntan por qué anda en la bola, responde: por defender mi caballo prefiero levantarme en armas montando en él, a que otro se lo lleve. Ése es el resumen de toda una ideología.

Gregorio López y Fuentes en Tierra pone el dedo en una llaga que la Revolución, según él, no hizo más que enconar. Vasconcelos, en sus memorias, Rafael F. Muñoz en sus relatos, Mauricio Magdaleno, nos sitúan —cada uno desde su personal punto de vista y hacia un determinado aspecto— frente al fracaso de un movimiento armado que no logró dar al país una forma de convivencia más armoniosa y más justa.

La amargura y la unanimidad del testimonio nos sobrecogen. Pero más nos desconcierta su contradicción con las estadísticas de los técnicos y con la euforia de los gobernantes. ¿Quiere decir esto que el escritor miente? ¿Que es un melancólico de nacimiento, incapaz de ver el aspecto positivo de las cosas? ¿Que está resentido porque no ocupa un lugar de privilegio? ¿O quiere decir que la literatura, como género, no es apta ya para representar la imagen de una época? Que opinen los que saben. Y que digan si no puede proponerse también otra alternativa.

Excélsior, 14 de septiembre de 1963, p. 7A.



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