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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

REHILETE: SAMUEL BECKETT (1961)

Samuel Beckett acaba de ser galardonado, junto con Jorge Luis Borges, con el Premio Internacional de Editores. Pero si al argentino le reconocieron la validez de su obra completa, al irlandés le señalaron como libros de mayor mérito, los de su prosa narrativa: Molloy, Malone muere.

En México Beckett es mejor conocido como autor dramático que como novelista. Han subido a nuestros escenarios sus “actos “(como los denomina, porque no encajan dentro de ningunas de las clasificaciones tradicionales) Esperando a Godot y Fin de partida.

En ambos trata de expresar la realidad última que vivimos y que se nos aparece velada por los acontecimientos cotidianos y por la propia distracción, una medida de defensa que usa nuestra incapacidad de contemplar un alrededor vacío, un tiempo que no transcurre una existencia cuyo principio se olvida, cuya continuidad se escapa y cuyo fin se ignora.

Para dar forma a esta concepción del mundo y del destino del hombre, Beckett ha de romper los moldes de quienes lo antecedieron en el quehacer dramático y hallar una manera nueva de decir. Esta manera recurre a los símbolos, a las alegorías; se sumerge en las profundidades de lo monstruoso y vuelve a enarbolando seres mutilados (intelectual y físicamente), que balbucean incoherencias, que exhiben sus impulsos más primarios y que, en ocasiones, son fulminados por el escalofrío de una presencia inidentificable, golpeados por una ráfaga de esperanza. Pero pronto vuelven a su estatismo mineral.

La novela, el relato, no ofrecen mayores dificultades para la presentación de personajes a los cuales no sucede nada. Pero en el teatro, desde que Aristóteles formuló sus características esenciales, estaba incluida la acción, llevada hasta el clímax y el desenlace. Por eso a las producciones de Beckett se les ha llamado antiteatrales y no únicamente por esto, sino por ser auténticas obras de arte, producen desconcierto, desazón, inquietud. Emociones todas que excluyen el aburrimiento.

En Esperando a Godot podría afirmarse, quizá con un poco de exageración, que en cinco protagonistas se representa la sociedad entera de nuestra época: Lucky, el esclavo, cuya pasividad enajena totalmente a su opresor, Pozzo, cuya dependencia del otro es total. Vladimiro y Estragón son los excluidos, los colocados al margen, los que carecen de cualquier interés que los absorba al punto de impedirles la espera de una aparición que nunca llega a producirse. ¿Quién es Godot? Pronúnciese un nombre y el contrario; ninguno (o los dos) son verdaderos. Tal ambigüedad no prueba más que la obra de arte resulta válida desde cualquier punto de vista e inteligible para todos.

Mientras aguardan, los compañeros riñen, cantan, se reconcilian, olvidan, repiten mecánicamente sus actitudes, sin más objeto que el llenar un minuto y otro, que se semejan tanto en su vacuidad, que podrían ser todos el mismo.

La escenografía se reduce a un árbol: la naturaleza. Ni obstáculo que vencer ni instrumento que utilizar. Únicamente algo está allí.

En Fin de partida un agonizante se erige en autoridad suprema, en dispensador caprichoso de dones y castigos para quienes (por su validez o por la inferioridad de su condición) han de recibir lo que le conceden esas manos avaras, injustas y violentas. Pero la suerte de los abyectos, si nos indigna, no nos conmueve tanto como la soledad, el desamparo, la radical dependencia del fuerte, del poderoso.

Alguien ha querido ver en las obras de Beckett la prefiguración del fin de la humanidad. Como tantos pensadores burgueses ha confundido el crepúsculo de su clase, de su civilización, de su hegemonía económica y política, con la extinción del hombre. Pero el hombre es una especie que ha sobrevivido a muchas catástrofes cósmicas e históricas. Y esta luz imprecisa de nuestra época, que para unos anuncia la caída de la noche, para los más significa la inminencia del amanecer.

Rehilete, núm. 2, agosto de 1961, pp. 55-56.


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