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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

TODAS LAS EDADES, TODOS LOS CLIMAS (1967)

El rapto de un niño francés y su posterior asesinato, consumado por un joven de quince años, es una de las noticias que han conmovido y horrorizado al mundo. El raptor asesino parece haber planeado sus delitos con absoluta sangre fría y aun haber obligado a participar como cómplice de ellos a alguien a quien ligó con el secreto de la confesión.

Como las leyes francesas prohíben dar siquiera el nombre completo de quienes las hayan violado antes de alcanzar la mayoría de edad (para evitar, hasta donde sea posible, los obstáculos de su regeneración), la prensa ha tenido que conformarse con hacer descripciones bastante imprecisas acerca de esta criatura. En cuanto a su personalidad, los testigos señalan un carácter taciturno, una tendencia al aislamiento y una “mirada rara”. Pero esto se recalca ahora, a posteriori, cuando un hecho brutal arroja la luz sobre su pasado. Antes no alarmaron a nadie estas tendencias porque seguramente no eran ni tan exagerados como para causar preocupación ni tan notorias.

Cuando se refieren al ambiente en el que tuvo lugar el desarrollo del criminal, se insiste en un lugar deshecho por el divorcio, en que cada uno de los padres encontró un sustituto para el otro y en el que el cúmulo de ocupaciones de los adultos les impedían prestar atención a los niños.

Por último, se indica como una de las evidencias el hecho de que las letras para exigir el rescate hubieran sido recortadas de esas revistas en que se rinde culto al “sexo y la violencia”. No necesita más un moralista fácil para poner el grito en el cielo.

El divorcio, he allí la lacra. Pero que sepamos, Adán y Eva vivían en amor y compañía cuando a Caín se le ocurrió que una quijada de burro podía ser un instrumento útil para sus propósitos criminales. Y la educación de Caín había sido tan esmerada como la de su hermano Abel. Y, sin embargo, uno tenía la vocación de victimario, aunque nada nos digan los textos bíblicos acerca de que el otro haya tenido la vocación de víctima.

Pero no es necesario remontarnos tan lejos. Este muchacho francés al que estamos refiriéndonos, no era hijo único. En el mismo hogar desintegrado por la inconstancia y la promiscuidad de los cónyuges había dos muchachas más. ¿Con problemas? Seguramente. Con sufrimientos, con dificultades para adaptarse, para abrirse paso en una vida que no es fácil. Pero ninguna de ellas ha dado muestra, hasta hoy, de agresividad y de conducta antisocial.

¿Qué prueba esto? Que las mismas circunstancias operan de distinto modo sobre cada individuo. Lo que en unos sirve de caldo de cultivo para que se desarrollen sus tendencias morbosas, en otros es el acicate que impulsa a buscar compensaciones en el reconocimiento que los demás hagan de sus méritos. Quizá este mismo François, de haber recibido un exceso de mimos de sus mayores, se habría sentido exacerbado y hubiera querido afirmarse y desafiarlos y causarles una decepción cometiendo un acto punible. Claro que para la tranquilidad de nuestra consciencia los que somos padres debemos de poner todo lo que está de nuestra parte para que la atmósfera que respiren nuestros hijos sea favorable y estar atentos a sus reacciones, a sus peculiaridades, a sus síntomas. Pero con todo nunca podremos sentirnos libres de riesgo de estar criando cuervos que nos sacarán los ojos y los ojos de los demás.

En cuanto a las historias en las que se glorifica la violencia… Son relativamente recientes, su aparición ha sido tardía si la comparamos con la aparición del crimen. Son susceptibles de constituir un factor. El mismo factor que nos presentan el cine y la televisión y las emisiones radiofónicas. Pero el hecho de que haya surgido como género y de que tengan una demanda y un consumo tan universales nos indican, fundamentalmente, que la crueldad del hombre, que el instinto de destruir está allí y que exige manifestarse, alimentarse de imágenes, de ejemplos y muchas veces consumarse y consumirse en estas imágenes y estos ejemplos que hacen superflua la necesidad de llevar a cabo en la realidad ciertos actos.

No estamos abogando porque se difundan estas formas de expresión de la criminalidad. No estamos justificándolas tampoco. Simplemente estamos tratando de no conformarnos con las respuestas que están más a la mano. Estamos tratando de conservar viva nuestra inquietud ante uno de los enigmas de la naturaleza del hombre que ha resistido —durante milenios— todas las prohibiciones morales, todas las secuciones de la ley, todos los castigos y ahora, también, todos los tratamientos de la medicina. El instinto de matar… a otro o a sí mismo.

Hace poco, nos informaba también la prensa, se reunió en México un grupo de especialistas en suicidio y la reunión les sirvió para comunicarse lo que sabían y lo que ignoraban del problema. Sabían, para desconsuelo nuestro, que el suicidad no pertenece a una clase social determinada; ni a una raza específica; ni a una religión con preferencia a otras; ni son producto del sistema pedagógico, ni aparecen con mayor frecuencia en ciertos ámbitos familiares. Un suicida es una criatura sin edad fija, sin clima predilecto, sin estación del año privilegiada. Un candidato al suicidio es cualquiera.

Pero esta candidatura va tomando cuerpo en algunos. Se deprimen con mayor facilidad y con más intensidad que los otros. Hablan de la muerte, anuncian sus propósitos con el deliberado fin de que les impidan llevarlos a cabo. Lo intentan una vez. Sobreviven al horror, al dolor, al ridículo. Pero nada de esto les impide intentarlo de nuevo. Se vuelve un acto compulsivo hasta que logran lo que tanto deseaban… lo que tanto temían.

¿Por qué? Eso es lo que se ignora. ¿Por qué un hombre que pierde un empleo, un amor, una oportunidad se mata y otro busca un empleo nuevo, un amor nuevo, una oportunidad nueva? ¿Por qué en unos es débil y siempre dispuesto a ser sofocado el instinto de la conservación, mientras en los otros está implantado de un modo robusto e inamovible?

Y si esto ocurre cuando lo que está en juego es nuestra propia vida, cuánto más complejos serán los mecanismos que rigen la conducta humana cuando se trata de la vida del otro. El otro que es nuestro rival y que debería ser nuestro complemento. El otro que se nos aparece siempre como remoto, como dotado de cierta calidad fantasmal. El otro, cuya existencia no reconocemos sino cuando lo amamos, como decía Simone Weil. Pero ¿no es posible amarlo? Nos lo exige uno de los dos mandamientos fundamentales del Decálogo. Y esa exigencia la cumplen bien los santos. Nosotros, la gente menuda, nos conformamos con estar a una prudente distancia del prójimo. Ese prójimo que en cualquier momento pueda transfigurarse en nuestro verdugo o en nuestra víctima.

Excélsior, 16 de diciembre de 1967, pp. 6A, 8A.



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