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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

TOLSTOI: LA PASIÓN INDOMABLE (1960)

Virginia Woolf (tan avara para conceder elogios a sus contemporáneos y para reconocer méritos a sus obras y no por mezquindad, no por ceguera sino porque una idea fija orientaba su tarea de renovadora de la técnica narrativa) se desborda en admiración sin reservas cuando habla en su Diario de León Tolstoi y hasta se propone aprender el ruso para leerlo en su “veraz lengua” original.

Esta actitud no es ni injustificada ni insólita. Todo gran autor (y todo gran lector también) han hallado en las novelas de Tolstoi, en sus cuentos, en sus apólgos, en sus ensayos, un deleite, un ejemplo, una de las imágenes más completas del hombre y de sus contradicciones: la bondad cobarde, la maldad vergonzante. Pero por encima de todo, de su vida.

Porque están más vivas hoy las creaturas que su creador. A unos cuantos curiosos pondrán fascinarles las interminables querellas conyugales entre León y Sofía, de las que ella nos ha legado tan patético y unilateral testimonio. Otros se interesarán en sus conflictos religiosos y morales, en su cristianismo, que intentó hacer operante sólo para estrellarlo contra una realidad que se rige con sus propias leyes a las que es preciso conocer si se quiere modificarla. Su actitud innata del señor feudal, su paternalismo con los que consideraba inferiores, su desconfianza y hasta su horror por la música a la que atribuía poderes devastadores que desataban las pasiones más indomables, no pueden producirnos ya más que asombro. Y la huida final, la agonía entre desconocidos, su desesperación de poseso nos incitan a la compasión y a las lágrimas al contemplar tanta grandeza derrumbada.

¡Pero cuánto mejor nos sentimos entre sus personajes! Esa Natacha inolvidable, joven, pura, generosa, que alcanza un instante de plenitud y gracia cantando, a solas, en una habitación vacía. Esas partidas de caza que baten los montes desde la madrugada y que terminan con la hospitalidad de algún vecino, con la abundancia de viandas y licores y con un hondo sentimiento de la tierra, de la patria entrañable, de los antepasados desconocidos. Sentimiento que halla un cauce de expresión en los bailes y canciones populares. Esos paseos en troica, veloces, nocturnos, por las inmensas llanuras nevadas. Aquella ocasión en que un grupo de jóvenes –la juventud es siempre expectante− se asoman al espejo para contemplar la imagen de su destino y se retiran temerosas, confusas, esperanzadas.

Y las intrigas políticas en los salones de la aristocracia: los intereses en juego, el minuto de excitación en que todo se pone en peligro (la seguridad, la riqueza, el honor), sólo para sentir con intensidad que el hombre que se esconde bajo todas las capas protectoras está desnudo, inerme y solitario.

La guerra napoleónica. La altivez de los grandes, el heroísmo eficaz y anónimo de los humildes, las batallas a ciegas en que el azar insignificante decide la victoria. El príncipe Andrey muriendo junto al lecho enemigo, con los ojos llenos de hermosas y remotas visiones. La extinción lenta de Platón, el mujik, que se va quedando atrás de la caravana de prisioneros. El fulminante y casi orgiástico final de Petia, en su primer combate.

La galería sigue: Ana Karenina, Iván Illich, el padre Sergio. Y tantas veces el diablo y tantas otras Dios, ese Dios a quien Tolstoi rindió reverencia imitando uno de sus atributos más altos: la creación del universo.

México en la Cultura, suplemento de Novedades, núm. 609, 13 de noviembre de 1960.

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