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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

¿Y EL ESPÍRITU, QUÉ? LA LETRA QUE MATA (1970)

Ahora que tanto se habla y que tanto nos preocupamos por los problemas de la educación y las reformas inaplazables sería bueno tener en cuenta algunos aspectos de la cuestión que, por lo general, de tan sabidos, se callan.

Un ejemplo: el fetiche en que tendemos a convertir los signos a través de los cuáles se supone que se garantiza que hemos adquirido algún conocimiento. Nuestra reverencia a los diplomas y a los títulos, nuestra genuflexión ante los doctorados, nuestra confianza ciega de que el paso por las aulas equivale al nacimiento del “hombre nuevo” de que hablaba San Pablo. Y, por otra parte, nuestra proclividad a sustituir la experiencia por la fórmula, la realidad por la palabra, lo vivo por lo pintado.

(Quizá todo ello no sea más que una consecuencia de nuestra fidelidad a un antiguo refrán español que, oficialmente, está desterrado de nuestros planes de estudio y de nuestras modernísimas técnicas de enseñanza. Aquel refrán español que reza que la letra con sangre entra. Si entra con sangre es para ocupar dentro de nuestra persona un lugar de privilegio. Pongamos en una balanza al letrado y al sabio. ¿Quién pesa más? A los ojos de la mayoría el primero. Porque el discernimiento de los espíritus no es un don que se conceda a cualquiera y más vale apostar sobre lo que es seguro.)

Si lo que acabamos de decir antes no fuera un fenómeno muy general y aceptado con una naturalidad completa no ocurrirían casos como el espeluznante del que dieron noticia los periódicos hace unos días y que ustedes leyeron.

Ocurrió en algún país de Latinoamérica cuyo nombre no menciono para no herir susceptibilidades (pero también porque no me acuerdo y no tengo tiempo de acudir a la hemeroteca más próxima a mi corazón para verificar los datos) que a un señor le sobrevino un soponcio muy grave, tanto que dejó de respirar y su pulso dejó de ser perceptible.

Su familia (que merece algunos comentarios que le dedicaremos después) estuvo de acuerdo en que era oportuno recurrir a un médico. Y después de las deliberaciones consiguientes hicieron llamar a un facultativo que acudió con su instrumental correspondiente y que después de someter al interfecto a una serie de pruebas lo declaró muerto y extendió el certificado de defunción correspondiente para que pudiera llevarse a efecto el sepelio.

Usted sabe que lo que se usa en estos casos. Se llama a una agencia de inhumaciones, se avisa a los deudos y amigos para que, como en verso de Gutiérrez Nájera, se congreguen para llorar y se organice el velorio en un lugar adecuado. Pésames, condolencias, llantos furtivos o desaforados, frases apolilladas como: “lo acompaño en su dolor”. “¡Pero quién iba a pensarlo! ¡Si apenas ayer estuvimos platicando juntos!” “Se nos va el mejor. Un hijo irreprochable. Un marido modelo. Un padre ejemplar. Un amigo insustituible.” “Jamás podré consolarme de esta pérdida” “El tiempo va trayendo consuelo. “ “No somos nada.” “¿Usted cree que vayan a servir algo de beber? Porque con este frío y a estas horas de la madrugada.” “A mí, personalmente, me choca ir a las monsergas como ésta. Pero son compromisos que no hay modo de eludir. Después de haber sido vecinos tantos años.” “Francamente, los dueños de la casa podían ponerse un poco en nuestro lugar y darnos algo, una copa por lo menos.”

En suma, la conversación plana en todo su esplendor. Interrumpida a ratos por los rezos de la oraciones o por las risas sofocadas de quienes están sacando a relucir, en un rincón, su arsenal de cuentos verdes.

Este ritual se sigue para ganar o perder tiempo, como usted prefiera. Para llenar con algo el lapso que transcurre entre la hora de deceso y la del entierro.

Pues bien, este lapso fue aprovechado por nuestro protagonista para resucitar. Abrió los párpados, emitió algunos sonidos guturales débiles aunque audibles, les dio un susto loco a los que estaban más próximos a él. Quienes, ni tardos ni perezosos, recurrieron a otro médico para que les explicara la conducta tan poco ortodoxa del cadáver.

El médico, después de minuciosas observaciones, decretó que el cadáver no lo era ni lo había sido nunca sino que se había tratado de un caso de catalepsia y que había pasado y ahora estaba recuperándose.

Pero, ay, la recuperación no llegó a consumarse porque el primer facultativo tuvo noticias del acontecimiento (que, por extraordinario, se había difundido como un reguero de pólvora) y se apersonó en la casa en la que se estaba poniendo en juego, y en crisis, su reputación profesional.

Me lo imagino entrando con un aire de quien se las sabe de todas, todas, y de quien no admite la más mínima discusión. Me lo imagino echándole una mirada de reojo a ese pobre amortajado, a quien ni siquiera habían sacado del ataúd. Una mirada de reojo pero que hubiera querido tener la virtud de la mirada del basilisco. Me lo imagino dejando caer pesadamente la tapa del féretro y decretando la sentencia fulminante:


Este hombre está muerto porque lo digo yo. Y si yo lo digo no puedo equivocarme porque he cursado mis estudios en la universidad, he sustentado brillantemente mis exámenes, he recibido el visto bueno de mis sinodales y se me ha otorgado la autorización para el ejercicio de la medicina. 
Cuando yo vine aquí, por primera vez, a reconocer a este individuo, vine en mi calidad de médico. Y encontré que este individuo estaba muerto. Y así lo dejé asentado en el acta de defunción. Con estas cosas, señora, no se juega. Un acta de defunción no se levanta a la ligera. Un diagnóstico no se hace de modo caprichoso y arbitrario. Y si yo hice el diagnóstico y levanté el acta lo hice con toda la seriedad que de mí exige el juramento de Hipócrates y los compromisos contraídos con el Alma Mater que ha expedido el título que luzco en mi consultorio. En cambio, este señor, que está encerrado aquí, se permite unas bromas muchas más que pesadas. Primero se hace el muerto y ahora quiere hacerse el vivo. Pero aquí estoy yo, y conmigo está el principio de autoridad que preside a las academias de cualquier índole y en mí encarna el magister dixit para no permitirle a tal individuo que se salga con la suya. Hay que enterrarlo cuanto antes porque de gente como esta puede esperarse lo peor.


La familia, ni tarda ni perezosa, se apresuró a obedecer. Ellos habían visto que su pariente se contorsionaba y protestaba para dar a entender que había allí una monstruosa equivocación. Pero su pariente era un ignorante. ¿Quién iba a saber mejor si estaba vivo o muerto? ¿Él o el médico? Lo enterraron.

Pero, al fin y al cabo hijos de un siglo escéptico, los asaltó la duda y lo desenterraron. Demasiado tarde. Ahora sí estaba muerto. Pero por asfixia. Víctima del respeto a un dogma que cada día tiene menos bases de sustentación.


Excélsior, 14 de noviembre de 1970, pp. 6 A, 11A.

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